Lesbos y la migración como consecuencia y escape de la logica del Poder y del Dinero

Eso de colocar límites fronterizos en mapas o físicamente con muros, rejas … y puestos de control son otra forma de controlarnos, separarnos y exterminarnos. Lo que está pasando ahora en Grecia (cuya foto del Campo de Moria en Lesbos ha sido usada para esta publicación) es la consecuencia de esas lógicas opresoras en las que incluyen el Poder y el Dinero con las cuales entre países compiten y se castigan con deudas externas ke termina pagándola la población con mano de obra barata en otros países mediante la migración, surgen las mafias legales e ilegales, las violaciones y muchas otras adversidades.

He recopilado artículos y enlaces de videos y audios sobre lo que está sucediendo allá en Lesbos, para darnos cuenta que no es un asunto del momento, xq ya lleva años gestándose tanto la opresión como la resistencia.

ESPECIAL DESDE LESBOS

(artículos de Patricia Simon)

Un incendio destruye el campo de refugiados de Moria

Un incendio provocado durante la madrugada de este miércoles ha destruido gran parte del mayor campo de refugiados de Europa, en la isla griega de Lesbos. Las llamas han obligado a evacuar a miles de personas y han calcinado tiendas de campaña y contenedores-vivienda.

Decenas de personas duermen en los arcenes tras huir del incendio que está arrasando # Moria, el mayor campo de refugiad@s de Europa: 13.000 personas se han quedado definitivamente sin nada. A la mayoría no les han dejado salir del perímetro policial.

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— patriciasimon (@ patriciasimon) September 9, 2020

Este campo de refugiados alberga a cerca de 13.000 personas. Aunque por el momento no se han notificado víctimas mortales, han perdido todo lo que tenían y cientos de ellas se encuentran ahora dispersas en los olivares que rodean el campo devastado, en la mayoría de los casos sin comida ni bebida.

En la entrada de Moria, algunas personas de la zona están insultando a quienes vivían en este campo de refugiados e intentan ahora pasar por el pueblo. Por el momento, nadie les ha ofrecido una alternativa ni se les ha informado sobre su situación.

Mohammed, su mujer y sus 5 hijos tuvieron que huir de Afganistán hace dos años por la guerra y la miseria. Tras cruzar en patera desde Turquía, llevaban más de un año sobreviviendo en campamento de # Moria. “Ahora, ¿qué?” es todo lo que puede decir mientras acuna a su niña.

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— patriciasimon (@ patriciasimon) September 9, 2020

Según informa RTVE, el alcalde de Moria, Yiannis Mastroyiannis, ha confirmado, en declaraciones a la cadena de televisión Skai, que muchos residentes se encuentran en las inmediaciones de Moria. También ha explicado que el fuego ya está controlado. El encargado gubernamental para los campos de refugiados, Manos Logothetis, por su parte, ha señalado que el reto ahora es buscar un alojamiento para estas 13.000 personas.

Para que el infierno sea noticia tiene que arder

No hay tristeza entre los refugiados que se han quedado sin su chabola en Moria. Al menos, no más que el día antes del incendio que ha arrasado el mayor campo de refugiados de la Unión Europea. No puede haberla porque estas laderas de barracas cercadas por riachuelos de aguas fecales no eran su casa ni su aldea, sino un absoluto infierno de tortura psicológica. Tanto, que son muchas las personas que afirman que de haber sabido lo que se iban a encontrar en Europa tras salir de Afganistán, Iraq, Siria, Yemen… hubiesen preferido morir en sus países. Y en el caso de este centro, en la isla griega de Lesbos, no es una frase hecha, ni una exageración, es la reacción lógica de mujeres como Sakina Sajadi.

La misma tarde en la que comenzó el incendio que ha vuelto a poner Moria en el ojo público, esta afgana se acercó a la chabola de su vecina para pedirnos que, por favor, cuando acabásemos, ella también quería ser entrevistada –utilizo el nosotros porque, aunque técnicamente la entrevista la hago yo, para que fuera viable, Samir traducía del farsi al turco y Yakub al inglés: la colmena que hace posible el periodismo profesional–.

En un brazo, Sakina cargaba con una bolsa de plástico. Alrededor del resto del cuerpo le revoloteaban cuatro niños enganchados en el cuadril, a la falda, a la mano, a sus piernas. La fuerza de su determinación no conseguía borrar del todo sus 26 años: sigue teniendo cara de niña. Pese al rictus crispado y la mirada incisiva. Pese a que, como casi todos los habitantes de Moria, llegó a esta isla griega con su marido y su prole a bordo de una precaria barcaza en la que, a la fuerza, debes perder algo de inocencia.

Escasez de respiradores

La muchacha de rostro redondo con pecas vacía el bolso sobre la impoluta moqueta que ha colocado sobre palés su vecina Karishna Ameri, también afgana –como más del 80% de los solicitantes de asilo en Lesbos–. El suelo se llena de inhaladores, de informes médicos, de certificados de ONGs muy y poco conocidas, de la ONU y del ACNUR… Los migrantes y refugiados son seres a los que la burocracia del Norte Global obliga a viajar con poco más que una funda plástica en la que, a menudo, protegen del mar y las inclemencias sus títulos académicos, los números de teléfonos de sus madres por si les pasa algo, los certificados de escolarización de sus criaturas. Una carpeta de la que dependerán sus vidas una vez lleguen a Europa y que se seguirá llenando con papeles que, rara vez, significan que vayan a ser tratados como personas respetables o bienvenidas.

Antes de que nos dé tiempo a formular la previsible pregunta de quién está enfermo y por qué no le atienden, Sakina ya le ha dado al play en su móvil. Su hijo Hamit, de 4 años, que juega a su lado con los inhibidores vacíos, se nos aparece ahora también en dos dimensiones: tose y tose desde la pantalla, con los ojos casi tan desorbitados como los de la madre, que nos intenta hacer entender que, una de estas noches, su hijo se va a morir porque desde que empezó la pandemia de covid-19, especialmente peligroso para las personas con enfermedades respiratorias, apenas si le dan respiradores: “Tengo que hacer colas durante horas para que me den medicamentos para tres días, y ya no me dejan volver hasta la semana siguiente”.

Mientras verbaliza estas palabras, la madre escudriña para la cámara las cabezas con piojos de sus hijos para que seamos conscientes de que aquí no hay manera de protegerlos. La misma escena se repetirá en diferentes chabolas: padres y madres pidiéndonos que grabemos las picaduras y heridas en las piernas huesudas de sus hijos e hijas, el hinchazón del estómago, incluso el desproporcionado tamaño de uno de sus testículos. Ser padre o madre entraña, fundamentalmente, una responsabilidad: velar por el bienestar de tus pequeños. El campo de Moria lo hacía imposible, lo que generaba frustración, sentimiento de fracaso y mucho estrés entre su población adulta.

Así que, cuando unas horas más tarde, de madrugada, llego a una de las carreteras que comunica el campo con el resto de la isla, no puede ser tristeza lo que me encuentro entre esos bultos que duermen en los arcenes, porque lo que se ha quemado no eran sus hogares, eran sus celdas. 

La primera noche al raso

Mohammed balancea su cuerpo para acunar al cuerpecito que duerme sobre sus piernas. A su lado, un reguero de mantas y sacos de dormir serpentean su estirpe, hasta llegar a su mujer: cinco críos duermen entre ellos. Son afganos, de la etnia azzara, la más discriminada en su país. Mohammed mantiene fija su mirada en las luces de los coches del punto de control policial. No se puede acceder al campo, y la familia de Mohammed es una de las afortunadas que ha podido salir huyendo antes de que se estableciese el perímetro de seguridad.

De vez en cuando, sobre los quitamiedos, surgen las siluetas negras de alguna familia que ha encontrado una salida a través de las plantaciones de olivos. Es noche cerrada, las mascarillas para el coronavirus filtran también ahora un humo denso y negruzco que en unos minutos nublará nuestra vista y en pocas horas habrá tiznado nuestras ropas. Todo Moria arde: los plásticos y palés de las tiendas, las ropitas de niños y adultos que colgaban en su interior, la pastilla de jabón, y todo lo poco que hubiesen conseguido reunir en estos meses o, incluso, más del año que pueden pasar atrapados en esta isla.

Ni Mohammed ni su mujer, Zeeba, muestran tristeza, solo un agotamiento ante la perpetua incertidumbre. Su prisión arde, pero ¿dónde ir ahora? ¿Dónde guarecerte, dónde dormir cuando no tienes nada, ni te dejan ir más allá de las carreteras que circundan el centro de detención? A unos metros, una pareja joven de Siria se incorpora cada poco para comprobar que su niña de tres años duerme bien; tres jóvenes de Gambia cubren su rostro cada vez que un coche de bomberos les deslumbra, mientras el sol empieza a despuntar.

Pese a la negativa por parte de la policía para acceder al campo a través de las vías principales, no ponen mucho celo en evitar que se pueda entrar por caminos secundarios. Los olivares que rodean el campo de Moria ofrecen sombra a familias que esperan que alguien les diga qué va a ser de ellos, dónde ir para encontrar algo de comida y agua para sus hijos, dónde pasar la siguiente noche. Somaya distrae a su hijo de cuatro años mientras ‘baba’ (papá en árabe y en farsi) ha emprendido la búsqueda de agua y comida. Esta joven de 25 años está embarazada y aún tiene capacidad para sonreír y bromear sobre esta nueva adversidad.

Porque el incendio de Moria es solo una más de las que se ha encontrado a lo largo de su vida y porque mientras el detonante de estas llamas aún no está claro, sí lo está su origen: Moria se creó en 2015 como un espacio de tránsito para los solicitantes de asilo que llegaban desde la costa turca, con una capacidad para unas 3.000 personas y que en estos momentos albergaba a más de 13.000 –y antes de la pandemia, más de 26.000–.

Una noche tras otra

Pero pronto Moria terminó convirtiéndose en un centro de detención, en el que los aspirantes a refugiados y refugiadas ven cómo se les va la vida haciendo colas: colas de horas, hasta tres veces al día, para conseguir comida; colas para pedir cita en la Oficina Europea de Apoyo al Asilo; colas para sacar dinero en el único cajero de ATM –en el caso de que tengas alguien que te lo pueda enviar–; colas para rogar por una cita médica, colas para ir al baño, para lavar la ropa, para hacer alguna pregunta a un trabajador de una ONG ante la flagrante y sistemática falta de información…. Hasta el incendio, Moria era un reguero de gente haciendo colas, siempre sin saber si cuando llegase su turno iban a obtener lo que habían venido buscando o se habría acabado el pan, las medicinas o las ganas de su interlocutor de darle una respuesta.

“Cuando tienes que pensar todo el tiempo en cómo conseguir comida, medicinas, en cómo proteger a tus hijos, terminas mal mentalmente. Mi hermano ha dejado de hablar, se ha convertido en un ser pasivo, no hace nada… Él no era así, es Moria”, nos explicaba Somaya horas antes de que se iniciara el incendio mientras, lógicamente, ignoraba las preguntas sobre las consecuencias de la pandemia.

Los habitantes de este centro sabían que las instituciones locales, nacionales y europeas, las ONG locales, nacionales y supranacionales, y la opinión pública internacional eran plenamente conscientes de que aquí era imposible mantener las distancias de seguridad cuando para hacer cualquier gestión estás obligado a hacer colas y amontonarte con otras cientos de personas; ni evitar tocarse cuando duermen hasta diez miembros de una familia en una misma barraca de tres o cuatro metros; ni lavarse a menudo las manos porque en el único sitio público en el que lo podían hacer es con sistema artesanal que un refugiado ha puesto en marcha con garrafas y palos reciclados… con el apoyo de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados. En el seno de la Unión Europea.

Así que la aparente preocupación institucional que se desató por la pandemia en Moria cuando se identificó el primer caso de contagio, aquí solo podía aumentar el escepticismo: en los días previos al incendio, en vista a las condiciones en las que tenían que vivir estas 13.000 personas -más de 4.000 son niños, niñas y adolescentes–, daba pudor preguntar por la COVID. Las familias entrevistadas querían que atendiésemos a las grietas supurantes de los pies de sus hijos, a la imposibilidad de llevarles a un colegio -salvo los que aprenden a leer con el Corán en las chabolas que hacen las veces de mezquitas– y, sobre todo, a esos papeles que se van amarilleando y agrietando y que no terminan de recibir el sello rojo que les reconocería como refugiados y, por tanto, la posibilidad de salir de Lesbos.

No es extraño, por tanto, que lo que encontré cuando las llamas aún arrasaban parte de Moria el miércoles por la mañana, no fuese tristeza, sino la misma desesperación de los días anteriores, y la misma rabia contenida.

No es ningún ‘desastre natural’

Para Caroline Wellimer, coordinadora del proyecto de Médicos Sin Fronteras para la pandemia de COVID-19 en Lesbos, “lo más frustrante de Moria es que la gente vive en estas circunstancias por una decisión política de los líderes de la Unión Europea, no por un desastre natural. Tenemos niños con diarreas, infecciones, enfermedades cutáneas y de otra índole por cómo tienen que vivir y esto no lo podemos curar, solo aliviar sus consecuencias”.

Y esto lo saben sus habitantes, que ahora yacen desperdigados por las carreteras que rodeaban el campamento, así como los que buscan entre los restos humeantes de sus chabolas algo que rescatar. O los que como Abdul, también me pide que le entreviste. No es lo habitual en un sitio en el que muchos de sus habitantes sienten que se han convertido en monos de feria de un circo de la ayuda humanitaria y el periodismo.

Sus ‘casas’ eran chamizos de apenas dos o tres metros cuadrados, por lo que buena parte del día lo tenían que pasar al aire libre, sin privacidad, mientras hombres y mujeres blancos les saludan con la mejor de sus sonrisas e intenciones, probablemente, pero sin capacidad real para cambiar sus circunstancias.

Cuando la intervención humanitaria y el periodismo pierden su capacidad de transformación e incidencia, y la función de unos se limita en gran medida a la de ser testigos, no podemos esperar que personas que llevan años intentando ponerse a salvo ellas y sus familiares, tengan interés por contarnos una vez más por qué salieron de Afganistán –como si no supiéramos lo que ocurre en Afganistán–, o cómo es la vida diaria entre aguas fecales y unas cuantas naranjas para desayunar una familia de seis miembros, como nos mostró Masume Naimi. “Este es un sitio terrible para los niños y los adultos: no tiene nada de lo que se supone que tendría que haber”.

Por eso, cuando la noche del miércoles las llamas volvieron al campo de Moria y la policía disparó gases lacrimógenos contra las multitudes que no sabían qué hacer, no pareció sorprender a las personas a las que pregunto por esta cuestión. Es lo que llevan viviendo años, algunos en sus países, y ahora en Europa. Un obcecado intento por quebrarles, porque eso es Moria, un lugar donde niños de hasta 10 años se han intentado suicidar en estos cinco años de existencia.

Por eso no debería extrañarnos tampoco otra paradoja: que este incendio del infierno sea, quizás, la única posibilidad para estas personas de salir de esta isla y seguir sus vidas. Porque nadie quiere aquí que vuelvan las tiendas de campaña a Moria: ni los refugiados, ni las instituciones locales, ni la población de Lesbos, que mayoritariamente rechaza su existencia ya sea porque les violenta tener que convivir con este nivel de miseria e injusticia diariamente, porque creen en la dignidad de estas personas o porque no creen en la dignidad al ser fascistas y, por tanto, los quieren fuera de sus países. Tuvo que arder Moria para que sus habitantes tuvieran alguna posibilidad de sobrevivir.

Cuando buscar agua te convierte en clandestino

Françoise Umzu recorre varios kilómetros a través de los montes para poder comprar agua en Mitilene.

El muchacho carga con una mochila y una botella de agua. No llevaba mucho más cuando atravesaba el desierto del Sahel en su camino a Europa desde Camerún. El sol cae a plomo y aún son las diez y media de la mañana. Cruza la carretera sin apenas tráfico, salta el quitamiedos y se adentra en olivares que rodean a lo que queda del campo de Moria, en la isla griega de Lesbos.

“Es la única forma que tenemos de ir a comprar agua y comida. La policía no nos deja salir de la carretera a Moria”, explica, mientras sortea los charcos andando sobre tablones.

Las dos carreteras que comunican Mitilene, la capital de Lesbos, con lo que queda del mayor campo de refugiados de la Unión Europea, llevan cortadas por la policía desde la noche del martes, cuando comenzaron los incendios. Según empeoran las condiciones de las más de 13.000 personas que, como se presenta Abdou, ahora son también sin techo, las instituciones aumentan el perímetro al que, oficialmente, tampoco tiene acceso la prensa. En un primer control policial, varios agentes cierran el paso. En un segundo, una veintena de soldados y una decena de policías vigilan apostados tras dos autobuses atravesados en la vía. Esto lo veré más tarde, desde el otro lado, al que no habría podido llegar si no hubiese sido por Françoise Unzú.

Estas prendas es todo lo que François Umzu pudo salvar de las llamas. Las ha dejado aquí escondidas esperando que nadie se las robe. P.S.

Este muchacho de 25 años que, según cuenta, fue obligado a hacer la guerra en el oeste de su país, tiene un pendiente en su oreja derecha y una necesidad imperiosa de verbalizar las injusticias que ha vivido durante los 13 meses que lleva atrapado en la isla de Lesbos.

“Hice mi entrevista para pedir asilo hace más de un año y aún no me han contestado. Y la siguiente cita la tengo para junio de 2021. La Unión Europea tiene que sacarnos de aquí, hay gente que lleva hasta tres años”, relata cuando un trabajador de una fábrica junto a la que pasamos nos mira insidiosamente mientras llama por teléfono. Avanzamos más rápido, cuando tres hombres aparecen zigzagueando monte abajo. Inicialmente, desconfían. Saben que hay grupos de griegos xenófobos y de extrema derecha impidiendo que vecinos y activistas puedan auxiliar a las personas refugiadas. Cuando los afganos ven que Françoise es negro, dejan de temer y nos explican lo que ya sabemos: “Llevamos dos días durmiendo en la calle, sin comida ni agua. Y la única forma de conseguirlos es por aquí”.

Para algunos refugiados, sobrevivir estos días ha vuelto a ser una cuestión de clandestinidad: saber cómo moverse por el monte, cómo racionar el agua y los alimentos, llamar poco la atención para no terminar teniendo problemas con la policía o con otros refugiados… Desde un alto, contemplamos un reguerito de puntos moviéndose por los montes. De nuevo la huida.

Un hombre nos recrimina desde su moto que estemos en una propiedad privada. Un poco más adelante, nos encontramos con un joven de Gambia acuclillado en un recodo del camino, rellenando en un riachuelo botellas de agua que ha recogido de la basura. A su lado, pasa un congolés cargando con un bidón en su cabeza. Es la única forma que tienen de poder ducharse, en Grecia, en la Unión Europea.

Reparto de raciones de comida para personas con enfermedades crónicas de la ONG vasca Zaporeak antes del incendio de Moria. En la actualidad han pasado de cocinar 2000 raciones a 3600. P.S.

Si no hubiese sido por el papel de ONG como la vasca Zaporeak, que ha casi duplicado el número de raciones de comida repartidas al día, más de 3.000, la crisis humanitaria a la que asistimos sería sustancialmente peor.

Tras una hora subiendo y bajando laderas, llegamos a la carretera en la que llevan dos días tiradas miles de personas. Exactamente a 200 metros de donde está el control policial por el que no hemos podido acceder directamente. Aquí, lo más preciado es una sombra, por lo que los bajos de camiones, los túneles y los árboles se han convertido en sus nuevas tiendas de campaña. Y los aparcamientos de los dos supermercados en los que estas miles de familias se tuvieron que dejar buena parte de sus ahorros durante estos meses, o incluso años, de espera en Moria, en su nuevo campo de refugiados.

“¿Por qué han cerrado los supermercados? ¿Por qué?”. Hay mucha rabia entre los desplazados por el incendio. Una rabia que ya resultaba evidente en el campo de Moria y que este abandono institucional hace incontenible. Antes, para comer, tenían que hacer interminables colas para recoger unas bandejas de catering que, como hemos constatado, resultaban bastante incomestibles. Por ello, muchos se gastaban en estos dos supermercados los ahorros que le quedaban, lo que les pudieran enviar familiares o los 90 euros que les ingresa mensualmente el Alto Comisionado para los Refugiados de las Naciones Unidas en una tarjeta de Master Card –por supuesto, con sus respectivos logos. Si algo no faltaba en Moria eran los logos estampados en cada lona, mochila, camiseta….  reducidos ahora a cenizas–. Una de las quejas de la población local de Lesbos es que la gran beneficiaria económicamente de la llegada de los refugiados ha sido la cadena alemana Lidl, mientras que buena parte de sus comercios locales han quebrado por la crisis económica que sigue asolando Grecia.

Así que cuando el jueves por la tarde, estos dos centros comerciales cerraron sus puertas, la sensación que se extendió fue, una vez más, la de vejación y aislamiento total. Que nos sobrevolase a baja altura un helicóptero militar de doble hélice, a personas que han huido en muchos casos de la guerra, no ayudó precisamente.

Houda sostiene un extremo de la manta a una de las estacas clavadas en la lengua de césped que flanquea la carretera. Su marido la tensa, construyendo así una pequeña carpa en la que proteger del sol a sus cuatro hijos: el más pequeño, de tan solo 18 días. La madre, de 33 años, me señala el vientre: aún se está recuperando de la cesárea. El recién nacido, envuelto en una manta naranja atada con un cordón, pasa de los brazos de un hermano a otro. Siguen siendo una familia preciosa de Siria, aunque los pequeños lleven dos días comiendo solo tomates crudos a bocados. Como ahora. Sorprende la pericia desarrollada por una niña de 5 años para que no le caigan chorros de jugo por las manos.

Entonces, unas furgonetas de un catering local abre sus puertas y comienza el reparto de las reconocidas fiambreras, con el respectivo logo de la Unión Europea. Y paquetes de botellas de agua. Son los propios refugiados los que organizan el reparto. La congoleña Patricia avanza con un carrito del supermercado que ha llenado de agua, tomates y huevos. “Vamos a un sitio un poco apartado”, nos advierte. Decenas de personas se agolpan en un túnel que desemboca en la playa, desde la que contemplamos la costa turca de la que partieron todos ellos en patera: apenas 16 kilómetros de separación y toneladas de dolor. Por eso, muchos de ellos no quieren hablar, porque ya se han visto forzados a contar una y otra vez sus vidas, intimidades y hazañas para llegar hasta aquí en las sendas entrevistas con instituciones y ONG. Y la vida sigue yendo siempre a peor.

¿Para qué te voy a contar mi sufrimiento? ¿Para el deleite del mundo sin que nadie haga nada? No hay palabras para describir mi dolor de todos estos años. Aquí nos tratan peor que animales. Todo el mundo lo sabe, ¿para qué repetírselo a gente que esta noche tendrá dónde dormir y qué comer?”, me espeta Sandrine, una camerunesa de 25 años con furia saltándole de los ojos. No quiere ser grabada en vídeo, pero sí que se sepa el porqué.

François me acompaña mientras sigue contando su historia. “De aquí solo sale quien tiene abogado. Yo no lo he tenido en ningún momento y hace un año que hice la entrevista de asilo”. Y me muestra sus papeles: nadie se mueve con tantos documentos como a los que los quieren clandestinos les llaman ‘sin papeles’. Su solicitud de asilo está en griego, así que no sabe si lo que él firmó, sin posibilidad de tener una copia en francés o que alguien se lo tradujese, son realmente las razones que él alega. Fundamentalmente, que no quiere verse forzado a matar en una guerra para la que fue reclutado forzosamente durante tres años.

Cuando llegamos al aparcamiento del supermercado Lidl, otros refugiados habían cogido parte de la plaza de aparcamiento, delimitada con pintura en el suelo, que Francois compartía con otros dos cameruneses. Era cuestión de 40 centímetros, los que marcan la diferencia entre tener o no un techo, así sea una tela plástica semitransparente. La discusión acabó en concordia, con la retirada a su posición inicial del padre de familia de Afganistán.

Un matrimonio con aspecto anciano pero que no superan los 50 años, recogen junto a sus hijos toda la basura acumulada en las papeleras: “Dormimos aquí, todos estos restos de comida son un peligro para la COVID-19”, explica el padre. Las risas de los niños y niñas jugando en esta especie de patio escolar resultan tan discordantes con el ambiente como la certeza de que, pese a todo, esas son las últimas que se apagan. Cuando dejan de escucharse es que ya solo queda tierra yerma atrás. Como la que dejaron a sus espaldas muchas de estas familias en Siria, Yemen, Afganistán… En el camino de vuelta, según se pone el sol, los padres y madres se me acercan para volver a enseñarme heridas, picaduras, hinchazones en los cuerpecitos de sus hijos. Buscan médicos, médicas. Les dirigimos al aparcamiento del Lidl, nuevo centro neurálgico de sus vidas. Pero, sobre todo, necesitan información.

“¿Usted sabe dónde se las llevan?”, me pregunta un hombre señalando a las mujeres que son subidas a un autobús. Es el nuevo grupo de población en ser evacuados: tras los menores no acompañados, y las madres monomarentales, ha llegado el turno de las mujeres que viajan solas. No saben dónde van: si a un centro en la isla, a Atenas o a otro país europeo. La Marea tampoco ha podido confirmar este extremo.

El ecosistema mediático que suele construirse en torno a este tipo de crisis empieza a florecer, con un retraso de 24 horas por las limitaciones impuestas por la pandemia de coronavirus. Para viajar a Grecia hace falta una prueba de PCR negativa, lo que está retrasando la llegada de medios internacionales. Aun así, están las agencias, que ahora graban cómo una delegación de miembros del Europarlamento y del Parlamento heleno de Syriza avanza por la carretera. Niños y niñas se acercan a los políticos, que les saludan y escuchan aunque no puedan entenderse por la diferencia de idiomas; un periodista local insta a los representantes a que hagan todo lo posible para que las instituciones locales y nacionales, gobernadas por la derecha, saquen a esas personas de ahí y les den condiciones dignas, mientras un grupo de cameruneses se me acercan para preguntarme quiénes son.

No saber todo el tiempo, que las instituciones de un Estado de derecho den por sentado que no han de informarte sobre las cuestiones que te afectan de la manera más trascendental, que por no tener no tengas siquiera a quien preguntar, es una de las violencias más cotidianas, constantes y desestabilizadoras que sufren desde 2015 las personas desterradas en Moria.

Moria, un laboratorio del odio

En septiembre de 2018, un informe de Médicos Sin Fronteras se convertía en noticia mundial: cada vez más niños y niñas del campo de Moria querían suicidarse. Y aquí, por decencia, debe ir un punto y aparte que invite, al menos, a un segundo de silencio para asimilar la dimensión de esta frase.

La ONG denunciaba que “en nuestro grupo de actividades de salud mental para niños (de entre 6 y 18 años) el equipo de MSF ha observado que casi uno de cada cuatro se autolesionan, han intentado suicidarse o han tenido pensamientos suicidas. Otros menores sufren ataques de pánico, ansiedad y de ira, pesadillas constantemente y mutismo por elección”. Es decir, hay menores y adultos que dejan de hablar porque su mente se agota de intentar traducir y poner palabras a la sinrazón de jugarse la vida para encontrar refugio y terminar presos en celdas de plástico con el logo de las Naciones Unidas.

Más del 80% de las personas solicitantes de asilo que vivían en Moria ,y que ahora sobreviven al raso, proceden de Afganistán y, el resto, de países igualmente arrasados por la violencia como Siria, Irak, Congo, Camerún, Mali… Es decir, huían de experiencias profundamente traumatizantes y cuando llegaron a la isla griega de Lesbos se encontraron expuestas a unas condiciones de vida deplorables, al temor constante a ser deportadas o encarceladas en la prisión que había dentro del campo de refugiados, a enfermar y, sobre todo, a que todo esto le ocurra a sus seres más queridos. Si los niños y niñas se querían suicidar, ¿qué no querrían hacer sus padres y madres?

Según Mario López, psicólogo y responsable de Salud Mental de Médicos Sin Fronteras en el proyecto de Moria desde hace cuatro meses, la situación se había degradado exponencialmente durante el último mes. «A partir de julio, las personas referidas a salud mental se multiplicaron por tres o cuatro. No paraban de llegar padres que se sentían incapaces de gestionar y calmar a sus hijos». López explica que el hecho de que hubiese muchas familias que llevaban más de un año en el centro había degradado mucho la situación y que pasaron a hacer dos intervenciones de emergencia al día, cuando era la media semanal. Ataques de pánico, trastornos de conversión, autolesiones y «durante la última semana de agosto, tuvimos el mismo número de casos de violencia sexual que solíamos tener en un mes entero«.

Este era el polvorín en el que se había convertido Moria antes del incendio: «la ira de los adolescentes estaba muy dirigida a los padres y madres porque no entienden qué hacen aquí cuando les habían prometido un sitio mucho mejor. Y lo que me temo es que ahora hay mucha gente que piensa que va a ser trasladada a un sitio mejor y me temo que se van a quedar aquí. Y en la situación en la que se encuentran, sin un reparto regular siquiera agua ni alimentos, no sé cómo va a ser la reacción si finalmente no pueden salir de isla».

El campo de Moria: cuando el refugio te tortura

El campo de Moria era un espacio de tortura, según Irene Redondo, investigadora especializada en salud mental y derechos humanos.  “Los gobiernos han permitido que estas personas permanecieran meses, e incluso años, encerradas en unas condiciones abiertamente maltratantes. La privación indirecta del sueño, la falta de una alimentación mínima y adecuada, el aislamiento comunicativo, la exposición a temperaturas extremas sin la posibilidad de protegerse ante ellas… sumado a las constantes humillaciones, amenazas y ejercicios de violencia por parte de los funcionarios públicos, generan en su conjunto un efecto combinado constituyente de tortura”, sostiene quien, tras los incendios que arrasaron el campo, colabora con labores de apoyo a las personas solicitantes de asilo que pasan su cuarto día al raso.

Redondo considera que “la población que ha pasado por Moria ha sido víctima de fuertes impactos en su propia identidad, viendo quebradas las capacidades humanas de confiar en los demás y cambiando de forma radical su visión del mundo. La percepción de que hay personas que no solo permiten que esto ocurra, sino que son directas perpetradoras de la violencia, supone uno de los mayores impactos. La tortura, sobre todo actualmente, no siempre va acompañada de marcas físicas, pero sí que supone el más contundente quiebre de uno mismo al verse sometido a una absoluta pérdida del control sobre su propia vida, incluyendo los detalles más cotidianos”.

Así lo verbalizan, de muy distintas maneras, la mayoría de las personas entrevistadas por La Marea durante la última semana. Una tortura que, en algunos casos, termina generando hartazgo, ira y, en última instancia, podría desembocar en el odio.

Chambelle, 21 años, República Democrática del Congo

Chambelle se protege del sol bajo la carpa que los solicitantes de asilo han construido en las aceras de la carretera a Mitilene, en la que permanecen desde hace cuatro días apenas sin comida ni gua. A su lado, apostado también en el quitamiedos, le acompaña su hermano. Sus cuerpos corpulentos y musculados parecen desmadejados. “Vinimos del Congo por razones personales que no quiero compartir”, comienza diciendo Chambelle, cansado de tener que presentar su hoja de servicios de desgracias para justificar su derecho a estar en suelo europeo. Este es también uno de los aspectos torturantes en el que hemos convertido el sistema europeo de asilo y de protección internacional. Llegó hace cuatro meses y siente que las violencias relatadas nunca son suficientes para quienes tienen capacidad de decisión sobre sus vidas.

¿Cuántas veces ha de contar una mujer que ha sido violada en su éxodo? ¿Se ha convertido la tortura en un requisito indispensable para que la solicitud de asilo tenga un mínimo de posibilidades de prosperar? ¿Es imprescindible haber sido la persona más desgraciada del planeta para que se te abran las puertas de la Europa-Edén? Esa es la sensación que tienen muchos de los solicitantes de asilo: que sus vidas no bastan, que siempre habrá alguien con un currículum más dramático disputándole la posibilidad de reiniciar sus vidas en un lugar seguro. Competir por el peor pasado para tener la posibilidad de un futuro. En eso ha mutado la ginkana para el ‘Welcome, refugee’.

Chambelle muestra su devastación psico-emocional sin aspavientos. “Siento que estamos perdiendo la cabeza. Llevamos cuatro meses aquí y ni por un segundo nos hemos sentido tratados como seres humanos. El racismo y el desprecio está en todas partes. Necesitamos salir de tierra griega, esto es el infierno”.

Chambelle cree que el centro de Moria y el abandono que sufren sus habitantes tras los incendios son una escuela para el odio. “Moria te obliga a cambiar de mentalidad, es fácil que te conviertas en un ‘bandido’. Hacemos todo lo que está en nuestras manos por sobrevivir y, en lugar de ayuda, aquí solo recibimos menosprecio y maltrato. Eso te hace sufrir tanto…”, explica el joven para quien la peor experiencia ha sido el incendio del campo. “Cuando pensábamos que nada peor podía ocurrir, verme rodeado de llamas junto a mi hermano, mientras la policía nos gritaba como a ganado…. Para que luego digan que hemos sido nosotros quienes lo hemos quemado. Han sido los fascistas, todo el mundo lo sabe”.

No se ha aclarado el origen del fuego, pero la falta de información en todos los órdenes con los que se castiga a las personas solicitantes de asilo han desembocado en una rumorología continua, que los medios alimentamos reproduciéndola. Esa falta de información es resultado de la normalización de un racismo estructural que permite que unas 13.000 personas lleven cuatro días tiradas en las calles sin que nadie les haya comunicado oficialmente, y de manera presencial, qué van a hacer con ellas. Porque esa es otra de las formas que el sistema de asilo tiene de quebrar a sus supuestos protegidos: privarles de cualquier tipo de agencia sobre sus vidas. Nada de todo esto sería posible si fuesen blancos y, sobre todo, si no fuesen pobres.

Porque todo lo que tiene Chambelle es una pequeña mochila con ropa y papeles, y un pensamiento que nunca cesa: “Todo el tiempo estoy con la idea de que tenemos que salir de aquí, es lo único en lo que puedo pensar, es agotador”. Un estado mental que no difiere sustancialmente de aquellas personas presas que consideran injusto su encarcelamiento. Porque esa es exactamente la percepción que tienen Chambelle y muchas de las personas que han solicitado asilo en Moria: que están presas en esta isla. Por eso, desde que comenzaron en el mediodía del viernes las manifestaciones contra los planes del Gobierno heleno de reubicarles en un nuevo campo de refugiados, uno de los gritos más repetidos es “Libertad”.

La sensación de injusticia y de esa falta de control sobre sus vidas es la antesala de una profunda frustración que, a menudo, los periodistas remarcamos cuando solo nos acercamos a ellas para que nos relaten sus experiencias traumáticas, reduciéndolas a su dimensión de seres sufrientes, mientras que para los análisis socio-políticos acudimos a portavoces de ONG o analistas de nuestros países de origen.

Cuando le pregunto a Chambelle si podrá perdonar todo este sufrimiento, contesta: “Claro, soy cristiano, mi religión se basa en el perdón. Pero no podré olvidar cómo me hicieron sentir. Quiero ir a Francia o a Portugal porque son dos lenguas que hablo, lo que me dará la oportunidad de comunicarme con la gente de allí. Al pueblo griego ni siquiera puedo decirles que ellos son en parte los responsables de que estemos aquí tirados, pasando hambre. No nos quieren, pero no nos dejan irnos”, concluye.

Chambelle, como el resto de solicitantes de asilo, ha sufrido los insultos de habitantes de Lesbos cuando hacía kilómetros a pie para comprar en un supermercado. Ha sido receptor de todo ese odio que, sabe, llega a convocar manifestaciones xenófobas y neofascistas con el único fin de exigir que se esfumen, que desaparezcan, que se ahoguen antes de llegar a las costas griegas. 

Sobre sus cuerpo se descarga todo ese odio, que ahora se ve agravado con la tortura que supone, literalmente, que te hagan pasar hambre. El “tengo hambre” que ayer por la tarde nos decían muchas de las personas tiradas en la calle es solo una consecuencia más del sistema de apartheid que sufren estas personas. No es de extrañar, por tanto, los gestos de malestar y fastidio con el que muchas de ellas respondían a la propuesta de una entrevista, especialmente las mujeres, más preocupadas por buscar algo que darles de comer a sus hijos e hijas. Muchas de ellas se adentraban en los campos circundantes para buscar racimos de uva o algo que poder llevarse a la boca.

Kamara, 26 años, Mali

Kamara es el imán de la mezquita suní de los africanos del campo de Moria –en realidad, una chabola construida con palés, un poco más grande que el resto–. Dice que le eligieron para dirigir los rezos por sus conocimientos del islam, que aprendió con su padre, el imán en su pueblo. Según cuenta Kamara, huyó de su país tras haber sido obligado por el grupo yihadista Katiba Macina a combatir entre sus filas. Tras participar en tres combates y negarse a matar, consiguió escapar. “El Islam no se puede imponer por la fuerza, quiero llegar a Francia o a otro país para explicar que nuestra religión no es como algunos creen, que tiene mensajes positivos y que respeta al resto de las creencias”. Se le nota molesto, agotado, devastado. Lo demuestra el tono de su voz cuando comienza a hablar sobre lo que más le ha quebrado de su estancia en Moria.

“Nunca voy a olvidar lo que ha supuesto estar en su prisión”. No se refiere al campo en sí, sino al centro de detención donde eran encerrados los hombres a los que se les denegaba su solicitud de asilo como antesala a la deportación. “Éramos 70 hombres encerrados en una tienda. Nos daban un huevo, un bollo de pan y un tomate para desayunar. A menudo no había para todos y los teníamos que repartir. Un policía me dijo que los musulmanes no éramos bienvenidos, que ellos son católicos”, explica, sin mirar en ningún momento a esta periodista. Solo se comunica visualmente con el hombre que traduce sus respuestas.

Tras ser puesto en libertad ante la suspensión de las devoluciones a Turquía, Kamala nunca ha vuelto a una cola de reparto de la comida. Es una cuestión de orgullo. Hasta el incendio, se alimentaba de lo que podía comprar él con el resto de su comunidad. “He pedido la deportación voluntaria a mi país, pero ahora están suspendidas. Prefiero morir en una prisión en mi país que en una aquí”, concluye.

El desprecio por los refugiados era tal en Moria que ni escuelas oficiales había. Solo dos centros, puestos en marcha por los propios refugiados con el apoyo de diversas ONG. Y en una de las mezquitas suníes puestas en marcha por la comunidad afgana, varios hombres se encargaban de enseñar a leer y escribir con el Corán. «Aquí no hay nada para nuestros niños, así que por lo menos les alfabetizamos», me explicaba Ibrahim, un refugiado afgano que nunca se habría imaginado que terminaría siendo maestro. En otra chabola, dos niñas de 9 y 10 años juegan a ser las profesoras de una quincena de criaturas. Todo era tan exageradamente desestructurante en Moria que llegaba un momento en el que dejaba de sorprender. Porque era muy fácil olvidarte que seguías en la UE, en la potencia normativa de los derechos humanos.

Las personas refugiadas son  plenamente conscientes del valor que se le da a la educación en Europa y que, por tanto, si no se les garantizaba ese derecho a sus hijos es porque se les considera una casta inferior. Ahora, en la carretera donde permanecen desde el incendio, Soraya, una joven afgana de 18 años, ofrece clases a los pequeños que lo deseen.

Adanna (pseudónimo), 18 años, Somalia 

Adanna salió de Somalia, con una amiga, a los 11 años. No tenían a nadie y fueron a buscarse un futuro en Yemen. Así es la vida, a veces, fuera de nuestra burbuja. Durante cinco años fue trabajadora doméstica: desde el amanecer hasta el alba; por periodos como interna y, otros, compartiendo habitación para dormir con otras personas. Los detalles podrían llenar una novela, pero lo cuento con la misma ausencia de dramatismo con el que ella me los trasladó. Con un aplomo que no le ha robado la capacidad de acabar algunas descripciones dramáticas con una sonrisa: como ocurre con el cante en el flamenco, hay penas que riéndolas se espantan.

Siendo aún menor, el ISIS intentó reclutarla, la guerra de Yemen se agravó y la explotación laboral a la que estaba condenada como mujer migrante pobre, la empujaron a seguir con su búsqueda de oportunidades: Jordania, Siria, Turquía. Y desde allí, a Moria.

Como en cualquier espacio donde se suman hacinamiento, miseria, violación sistemática de los derechos humanos y la falta de un horizonte de mejora, en el campo de Moria la violencia se ceba contra las mujeres. La violencia sexual es tan acuciante que había mujeres que se ponían pañales por la noche para no tener que salir de sus tiendas, ni recorrer las largas distancias que había hasta los putrefactos baños públicos. Esta sensación de estar permanentemente en riesgo es otro de los elementos torturantes, máxime cuando quien se supone que está encargado de tu protección ignora tu solicitud de auxilio.

Eso fue lo que le ocurrió a Adanna y al resto de grupo de chicas somalíes que viajaron juntas en la misma zodiac desde Turquía y que compartían chabola. Cuando empezaron a ser hostigadas por un grupo de hombres afganos para que se plegaran a su orden y mando, a la vez que las discriminaban por ser negras impidiéndoles el acceso a los enchufes, Adanna pidió protección a policías griegos. “No podemos hacer nada”, le respondieron. Entonces se dio cuenta de que, pese a vivir en suelo europeo, seguía estando tan sola como siempre. “Por las noches, no salíamos de la tienda y durante el día nunca íbamos solas a ningún sitio”, explica quien ahora trabaja como traductora para una ONG, gracias a lo cual ha podido alquilar una habitación en Mitilene, fuera del campo.

El dolor que produce el asesinato de un ser querido es el que tiene más posibilidades de convertirse en odio. Un odio que puede transformarte totalmente como ser humano y pensar y hacer cosas que jamás te habrías planteado en un contexto de seguridad y estabilidad. Esta conclusión, que casi todas las personas sabemos y entendemos, raramente nos la planteamos cuando pensamos en la cuestión migratoria y de búsqueda de refugio.

Las políticas de cierre de fronteras de la Unión Europea llevan casi 30 años obligando a las personas, que se mueven forzosamente, a exponer sus vidas y las de sus seres queridos, a la misma muerte, desesperación y falta de oportunidades de la que huyen. Y cuando llegan a espacios de no-derecho como era Moria, y como lo está siendo el escenario del post-incendio, nuestros líderes políticos -elegidos democráticamente- ordenan actuaciones que les vejan, humillan, violentan y maltratan.

Además de quebrarles física y psicológicamente, ¿qué consecuencias en su relación con Europa y su población esperamos que tenga esta espiral de torturas? ¿Por qué no entendemos que si inflingimos dolor sembraremos odio? ¿Por qué nos resulta tan fácil extraer estas conclusiones cuando quienes los victimarios son Estados Unidos en la prisión de Abu Graib en Irak y no cuando ocurre en Lampedusa, Moria o Melilla?

La Unión Europea ha creado estos focos de irradiación de la idea de invasión para todo el contintente: átomos de fisión a base de hacinamiento, desesperación y degradación que hagan creer que, en un continente de 446 millones de habitantes ,13.000 personas son un problema de seguridad y control. El desplazamiento de los refugiados de Moria, ahora simbólicamente a los arcenes, sigue siendo un laboratorio de odio: hacia el exterior, alimentando así la xenofobia y la extrema derecha, pero también hacia el interior: el de esos padres y madres que hacen lo imposible para que sus hijos e hijas no se quieran suicidar.

“No vi el rostro del policía que me golpeó, pero sí su mirada: estaba llena de odio”

Rebecca enseña el resultado de los golpes que, denuncia, recibió durante una manifestación a favor de las personas refugiadas de Moria (P.S.)

Hay dos cosas que Rebecca repite varias veces a lo largo de la entrevista: que no entiende por qué fue golpeada por un policía si era una manifestación pacífica, y, menos aún, cuando llevaba a su perro en brazos, al que podrían haber herido.

La joven de 23 años, vestida completamente de negro, aún se respinga cuando alguien le toca la espalda. Hace menos de 24 horas, según relata, un policía le golpeaba las piernas y la espalda mientras le gritaba “¡Zorra!”, “Hija de puta!” y otros insultos “sexistas”, como subraya.

Tras los sendos incendios que arrasaron la pasada semana el campo de Moria, el movimiento antifascista de la isla de Lesbos convocó una manifestación el viernes por la tarde por los derechos de las personas refugiadas así como contra su encierro en un nuevo centro. La convocatoria reunió a unas 40 personas, entre militantes, estudiantes, algunos refugiados y voluntarios extranjeros que solían trabajar en Moria.

Partieron de la capital de la isla con destino a Kare Tepe, la población cercana en cuya carretera malviven miles de personas refugiadas desplazadas por el incendio. “Era una marcha pacífica y nunca tenemos problemas con la policía de aquí. Pero había oficiales traídos de Atenas y uno de ellos fue el que me golpeó”, sostiene.

Según ha confirmado el ministro de Protección Civil, Michalis Chrisochoidis, miles de policías han sido trasladados a la isla “para proteger la vida y la seguridad” de sus locales y de sus refugiados. Según ha podido constatar La Marea, las funciones de la Policía con respecto a los solicitantes de asilo se basan en impedir su salida de la carretera de Kare Tepe, en la que permanecen al raso los desplazados por el incendio desde el miércoles, y a forzar a aquellos que permanecían en las inmediaciones del antiguo campo de refugiados a que se trasladen a esta zona –pegada al nuevo centro que está construyendo el Gobierno–. El sábado, además, cargaron con gases lacrimógenos contra los desplazados que se manifestaban para pedir su salida de la isla y de Grecia: entre ellos, se encontraban numerosos bebés y menores.

Rebecca, que prefiere omitir su apellido, procede del interior de la Península helena donde no hay una tradición antifascista tan fuerte como en las islas del Egeo. “Cuando llegué aquí sentí que podía practicar las ideas en las que siempre había creído”, explica. Lesbos era conocida durante la época de la resistencia griega a la ocupación nazi y la posterior dictadura como una de las islas rojas. De hecho, la sede del Partido Comunista Griego se sigue encontrando en la plaza Saphou de Mitilene, en pleno centro, como reminiscencia del poder que un día tuvo.

En las últimas elecciones, celebradas en octubre de 2019, Nueva Democracia, el partido conservador representante de la oligarquía cretense, ganó en 11 de las 13 regiones de Grecia, incluida la del Norte del Egeo, a la que pertenece Lesbos.

Aquí, una parte de la población se ha ido acercando a ideas xenófobas según aumentaba el número de personas refugiadas en Moria, y se sentía abandonada por el Gobierno central y la Unión Europea.

La isla de Lesbos tiene una población estable de poco más de 80.000 habitantes y, a principios de 2020, las personas solicitantes de asilo superaban las 20.000. El partido neonazi Amanecer Dorado ha empleado las redes sociales para manipular la incertidumbre de una población con pésimos servicios sociales, una alta tasa desempleo y una crisis económica que se inició, como en el resto del planeta, en 2008, y que no termina de remontar. El discurso del odio ha prendido entre una minoría local de la isla.

“Es habitual que nos graben o tomen fotos desde los balcones y que luego las suban a las redes sociales para señalarnos públicamente”, explica Rebecca, quien denuncia que mientras el policía le golpeaba el viernes con la porra, habitantes filofascistas de la isla la insultaban. “Nos decían que nos iban a enseñar cómo se trata a las mujeres y después nos siguieron en moto hasta un jardín de una casa en el que nos escondimos”, añade.

En el día a día –afirma–, los miembros activos en el grupo antifascista no son más de 40. Sin embargo, sí que hay una red de solidaridad amplia que sigue desarrollando actividades de apoyo a los refugiados desde 2015, cuando Lesbos se hizo famosa por su hospitalidad a los náufragos que llegaban a sus costas desde Turquía.

Cinco años después, siguen organizando recogidas de alimentos y enseres para las personas refugiadas, actividades de convivencia en Binio, el edificio que ocuparon con este fin, y, ahora, tras el incendio, preparan nuevas movilizaciones en las que, como ocurrió en febrero, cuando el Gobierno heleno anunció que iba a convertir Moria en un centro cerrado, esperan que participen sectores transversales de la sociedad. Desde personas que rechazan la creación del nuevo centro por defensa de la dignidad y los derechos de los refugiados, a aquellas que les violenta tener que seguir conviviendo con ese nivel de desigualdad e injusticia, como las que consideran que esta situación les ha afectado en términos sociales y económicos. Si hay algo en lo que coincide la inmensa mayoría de la población de Lesbos y de las personas refugiadas es que no quieren un nuevo Moria.

“No vi el rostro del policía que me golpeó, pero sí su mirada: estaba llena de odio”, concluye Rebecca, quien no entiende cómo personas que lo han perdido todo pueden suscitar tanto rechazo. Porque la golpearon a ella, pero por defender a las personas refugiadas.

El castigo colectivo tras las llamas: un campo-prisión

Los dos muchachos observan la construcción del nuevo campo de refugiados encaramados a un tanque en miniatura. Están en uno de los montes que circundan la carretera en la que miles de personas esperan salir de Lesbos desde que un incendio arrasó el campo de Moria.

La escena es tan surrealista como asistir a una crisis humanitaria en el seno de la Unión Europea. En estos terrenos militares, atravesados por trincheras y búnkeres, estos jóvenes observan la costa turca, a apenas 16 kilómetros de distancia, encaramados a un carro de combate de juguete con el que el Gobierno griego ha decorado estos puestos vigía. Son afganos, y como la inmensa mayoría de los solicitantes de asilo, llegaron hasta aquí huyendo de la guerra y de la violencia. Ahora se encuentran que son precisamente militares los que están construyendo su nueva cárcel y no hay nada en este horizonte que les permita oxigenarse de tanta incertidumbre.

“No queremos ir ahí, para eso preferimos Moria”. Ese es uno de los pensamientos que más se repetía el domingo entre las personas refugiadas. “De Moria, por lo menos, podíamos entrar y salir, pero este es una cárcel: una vez que entras, ya no tienes permitida la salida”, lamenta Mustaza Rizai, un afgano de 28 años que no da crédito ante el nuevo escenario.

“Hay tres familias que entraron anoche voluntariamente y que se han escapado esta mañana porque no hay camas, ni electricidad, ni hospital….”, añade. Conseguimos hablar con él tras hacer buena parte del camino a la carretera de Kara Tepe por los montes a pie. La mañana del domingo, la Policía cerraba los accesos a la prensa mientras varios centenares de refugiados ingresaban en el nuevo recinto. Lo que nos encontramos cuando llegamos al nuevo escenario de la ignominia mundial era un territorio tomado por los rumores sobre los planes del Gobierno, sobre las condiciones del nuevo centro… Es el resultado del maltrato que están infringiendo las instituciones europeas al negar a estas personas su derecho a la información sobre cuestiones, incluso las más básicas, que afectan a su vida en el plazo más inmediato.

Rizai ya había conseguido superar en 2015 toda esta gincana fronteriza diseñada por la Unión Europea. Llegó a Suecia tras subirse a una patera en Turquía y recorrer los Balcanes a pie.

Pero atrás habían quedado su mujer e hijo, a la espera de que él les allanara el camino. El permiso de trabajo que consiguió tras casi un año en Suecia no le autorizaba para la reunificación familiar, por lo que en 2018 viajó a Afganistán y reinició la ruta, ahora con ellos. Hasta tres veces interceptó la guardacostas turca su embarcación antes de que lograran llegar a Lesbos. En la segunda ocasión, según cuenta, pasaron dos semanas presos en una celda junto a otra familia afgana antes de ser puestos en libertad.

Una extraña libertad que durante un año estuvo dedicada a intentar reanudar el éxodo, y que terminó desembocando en otra cárcel: el centro de Moria. Una historia más de las miles que se deshidratan bajo este sol, pero que explican los cuerpos contra los que estallan las políticas migratorios europeas.

Por todo ello, Rizai no está dispuesto a volver a aceptar un nuevo encarcelamiento: el que ha anunciado el Gobierno griego, según el cual el centro que están construyendo ante la mirada de sus destinatarios, será cerrado: una vez que entren, no podrán salir. Esa es la condición que les ha puesto este lunes el ministro griego de Migraciones, Notis Mitarachi, a personas que no han cometido ningún delito para que sus solicitudes de asilo sea tramitadas: que acepten ser encarceladas a cambio de que se cumpla con su derecho a la protección internacional. No hay Black Mirror ni Colapso que supere esta doctrina del shock a la que están siendo sometidas estas personas desde hace años. A nadie debería extrañarle a estas alturas que Moria fuese ese lugar en el que criaturas de diez años deseaban suicidarse.

“En Suecia nos esperaba la vida que dejé dos años atrás. Pero los papeles de solicitud de asilo de mi mujer e hijo se han quemado en el incendio”, añade Rizai que, como todos los potenciales refugiados, se ven atrapados en una maraña burocrática destinada a desincentivar a las personas que han visto su vida en peligro de pedir la protección de los Estados más ricos del mundo.

No hay normativa nacional ni internacional que ampare el encarcelamiento de solicitantes de asilo. Como no la había en marzo, cuando el Gobierno heleno canceló la posibilidad de solicitar asilo en plena crisis fronteriza con Turquía. Como no la hay para otra decisión que preocupa mucho a las personas con las que nos encontramos: en el nuevo centro no hay apenas acceso a la electricidad, lo que significa que al no poder cargar sus móviles y tener prohibida la salida, no se podrán siquiera comunicar con el exterior.

Ese es el escenario por el que la inmensa mayoría de las personas entrevistadas para este reportaje rechazan frontalmente trasladarse a esas carpas, así estén plenamente informadas de las declaraciones de miembros del Gobierno griego que sostienen que ninguna de ellas saldrá de esta isla en, al menos cuatro meses; así sigan teniendo que dormir la intemperie, cocinar con las ramas que cortan en los descampados y ver cada uno de sus derechos más básicos pisoteados.

Precisamente, desde una de las 200 tiendas de campaña que, aproximadamente, el Ejército ya ha desplegado en una planicie pegada a la bahía de Panagiouda, una de las poblaciones en que más ataques racistas han sufrido las personas refugiadas, nos contesta al teléfono Jassera, una mujer negra de República Dominicana que desde hacía meses convivía con la comunidad congoleña. Con ellos podía pasar más desapercibida por el color de su piel y comunicarse con más facilidad, ya que hablan portugués.

“Vine engañada, si hubiese sabido que esto era así jamás habría venido”, explica quien, hasta el sábado, solía estar sentada junto a sus conocidos con la capucha cubriéndole buena parte del rostro. Nos confirma que en cada tienda viven entre 8 y 10 personas, durmiendo en el suelo porque aún no hay camastros, y que no tienen autorización para salir.

Fuera del centro, al que según cifras oficiales habían sido trasladadas más de 500 personas hasta la tarde del domingo, las colas del hambre se alargaban por centenares de metros para conseguir raciones de comida repartidas por diversas ONG. Entre los caminos y campos de los alrededores, decenas de familias recogen agua a través de pequeños cortes en las mangueras de regadío para cuestiones tan esenciales como bañar a los niños y niñas, beber y cocinar.

Una necesidad imperiosa a la que les ha forzado este abandono institucional y que, en algunos casos, abonará el rechazo que suscitan entre parte de la población de Lesbos las consecuencias de haber convertido esta isla en un centro de detención. No todos los dueños de las plantaciones entenderán que rajar una goma es lo mínimo si de ello depende tu vida y la de tus seres queridos.

Pero la irresponsabilidad institucional es aún mayor si recordamos que estamos en plena pandemia. Miles de personas están siendo obligadas desde hace días –aunque en realidad, desde su llegada a Lesbos– a pasar todo el día y la noche pegados a conocidos y desconocidos, beber y cocinar con agua recolectada en riachuelos y mangueras de regadío, y, por supuesto, impidiéndole mantener la higiene más mínima.

El Gobierno regional y nacional ya culpabilizó a las personas refugiadas de la llegada de la pandemia a Lesbos cuando, hace dos semanas, se identificó el primer caso en Moria, pese a que en el resto de la isla ya eran más de 100. Ahora, este nuevo escenario se presenta aún más incendiario: entre las 500 personas trasladadas al nuevo centro, ya han sido confirmados 14 casos de Covid-19.

“Esta situación es resultado de la decisión del Gobierno griego de no intervenir. Es un castigo colectivo. Sacaron de la isla a los menores no acompañados porque quedaban mal en las fotos”, sostiene Antonio, un activista español que prefiere no identificarse más. Con una caja de medicamentos bajo el brazo, busca a los enfermos crónicos a los que trataba hasta el día del incendio. Tiene que mirar entre las carpas montadas con cañas y mantas por los propios refugiados.

La labor no es sencilla: si no fuese por el sistema colaborativo que las personas refugiadas construyen en los pósters del tendido eléctrico, pinchados con un cable y multiplicada su capacidad con multitud de regletas, nadie podría recargar sus móviles.

Aún así, estas obras de ingeniería de supervivencia no son suficientes para las miles de personas que permanecen a la intemperie, por lo que muchas permanecen incomunicadas durante días. “La mayoría de los enfermos crónicos de diabetes, hipertensión o enfermedades vasculares fueron trasladadas a Atenas. Pero no las que tienen enfermedades mentales como esquizofrenia. Nadie ha pensado en ellas”, explica el activista, quien recuerda que el ministro de Migraciones, Notis Mitarachi, declaró que “las personas migrantes están intentando chantajear a Europa para salir de la isla”. Se refería a la acusación de que habían sido los solicitantes de asilo quienes habían prendido fuego a las tiendas de plástico que terminaron arrasando con Moria. Una aseveración que no ha sido corroborada por ninguna investigación oficial.

Con el anuncio este lunes de Mitarachi de que solo se tramitarán las demandas de asilo de aquellos que acepten ingresar en el centro cerrado, la presión sobre las familias se está volviendo insoportable. Han de elegir entre seguir resistiendo a la intemperie y exponiéndoles a las bombas lacrimógenas que la policía ha lanzado en varias ocasiones contra los manifestantes, como el pasado sábado, o aceptar un nuevo encierro que podría entrañar la posibilidad de una salida en meses o años.

Una decisión que está desbordando emocionalmente a los progenitores, que ya estaban atravesando un estrés emocional insoportable, como explica Mario López, psicólogo responsable del proyecto de Salud Mental de Médicos Sin Fronteras en Moria desde hace cuatro meses. “En los primeros días tras el incendio, había cierta esperanza e ilusión porque pensaban que se había acabado Moria y que serían trasladados fuera de Lesbos. Pero, ahora que están viendo que no, esto puede generar en situaciones peores, incluso de violencia por la desesperación”.

López, con experiencia en crisis humanitarias en África y Asia, es la primera vez trabaja como cooperante en Europa. “Los niños y niñas están muy callados, cuesta mucho que articulen lo que han vivido, máxime cuando ven esa desesperación en sus padres y madres. Y esos no saben qué hacer, ni qué decidir…”.

López no oculta su decepción con las instituciones que le representan como ciudadano: “Le exijo mucho a la UE porque lo puede hacer: dar una respuesta rápida, eficaz y coordinada para estas familias. Es ahora cuando se puede prevenir que el odio eche raíces y crear nuevos traumas”. Mario recuerda que estas personas ya vienen de trayectorias vitales muy traumatizadas, que han sido agravadas en los meses o, incluso, años que han pasado encerradas después en Moria, y que desde marzo vivían confinados por la Covid-19… Y, ahora, el Gobierno heleno todo lo que les dice es que se olviden de salir de Lesbos.

A apenas 15 minutos en coche, tres familias afganas se sienten culpables por tener un techo, unas literas, una cocina y baños, mientras familiares y vecinos de Moria yacen en los márgenes de una carretera. Al caer la tarde del domingo, Ahmed Khazimi y Fatima Khalatin juegan con su hija de seis años y su bebé de 4 meses en una plaza del centro de Mitiline. Cerca se encuentra el edificio de la ONG griega Eliahtida, que ofrece alojamiento y acceso a la educación a familias en situación de extrema vulnerabilidad, si es posible establecer escalafones en este sentido en un sitio como Moria.

Hace solo dos meses que este joven matrimonio vive en un dormitorio del edificio: aquí llegaron con su niña, con una enfermedad de desarrollo cognitivo, y con su bebé de dos meses. Pero no pueden dejar de pensar en quienes se convirtieron en su familia durante el año que permanecieron en el campo de refugiados. Por ello, el viernes, Ahmed compró leche en polvo, pañales y algo de comida, y se dirigió a la carretera de Kara Tepe para entregárselos. Sabía que entrar sería fácil y salir difícil, pese a contar con un documento que acredita que está alojado en este edificio. Y así fue. Según cuenta, tuvo que dedicar más de cuatro horas a convencer a los policías de que le dejasen salir.

Hay refugiados que han alquilado un piso en Mitiline y otros que viven en proyectos de alojamiento de ONG situados en la capital de la isla. Sin embargo, la Policía a menudo no reconoce su documentación, por lo que temen ir a ver a sus familiares y conocidos por el riesgo a quedarse atrapados también en la calle. Muchos se arriesgan igualmente para llevarles enseres y alimentos porque son su única conexión con el mundo exterior.

Para las personas refugiadas no solo sobrevivir se ha convertido en un acto de resistencia y clandestino, sino que las autoridades han encontrado con esta nueva barrera la vía para impedir la solidaridad entre quienes tienen techo y quienes se han convertido en personas sin hogar. Llama la atención el esfuerzo y el presupuesto que las instituciones dedican en Lesbos a convertir cada segundo de estas personas en un infierno.

«¿Cómo vamos a huir del campo cerrado si arde?”

– ¿Por qué es la manifestación?, me pregunta el muchacho.

– Por vosotros, los refugiados, contesto.

– Pero, ¿para que nos volvamos a nuestros países o a favor?

– Para que os vayáis al país que queráis, le contesto.

– Eso es lo que queremos los refugiados, eso…

Ilian está sentado en una esquina de la escalinata que hace las veces de escenario. Fotoperiodistas y camarógrafos graban desde aquí el centenar de personas que han acudido a la manifestación a favor de las personas refugiadas. La ha convocado el Partido Comunista y la asociación de sindicatos de Lesbos. Los asistentes están satisfechos con la asistencia. “Es normal que no venga más gente. Llevamos cinco años manifestándonos y la situación siempre va a peor. Además, ya no es tan fácil simplemente hacer visible nuestro apoyo a los refugiados, porque la vida en la isla se ha vuelto más compleja. También hay miedo al coronavirus”, explica Sofía, una maestra de Primaria que aún no ha cumplido la treintena. A su alrededor, habitantes de la isla, de todas las edades, sostienen carteles contra el encierro de las personas refugiadas en un nuevo campo. Lo hacen guardando la distancia de seguridad.

Los tres adolescentes no les prestan ninguna atención: están sentados mirando en dirección al puerto, donde atraca la guardacostas helena que patrulla las costas del Mar Egeo. La luz del atardecer baña de rojo la impresionante cúpula de la iglesia ortodoxa Agios Therapontas y las pocas lanchas que cruzan la bahía provocan una estela de ondas que dan vida al reflejo de una ciudad que, seis siglos antes de Cristo, vivió su momento de mayor esplendor.

“Si uno de mis tres hermanos pequeños me pidiese consejo sobre venir a Europa le diría que sí. Salvo que tuviera que pasar por Grecia. Entonces, no”. Ilan dice que está a punto de cumplir los 18 años, pero parece más pequeño. Sus ojos achinados, propios de la etnia afgana de los hazara, miran muy lejos cuando termina frases tan contundentes y sonoras como las de una canción de rap. Quería ser músico cuando llegó a Grecia con 16 años: “Pero aquí no hay ninguna oportunidad para nosotros”.

Ilan vivía en Irán cuando sus padres lo mandaron para Turquía para ver si así tenía una vida menos miserable que la de ellos. Allí, a sus quince años, pasó dos meses encerrado en una habitación para evitar ser detenido por la Policía. Y entonces, por fin, previo pago de 700 euros, la patera, Lesbos… y ‘the hell’, el campo de Moria. Pasó un año en lo que se llamaba la Safe Zone, el recinto cerrado con carpas destinadas a los menores no acompañados. Entonces, fue trasladado a Limonaky, una casa de acogida para los chavales que viajan sin adultos y que, ahora, Ilian siente que se ha convertido en una maldición.

“A los menores que vivían en Moria se los han llevado a Atenas, y nosotros nos hemos quedado aquí porque dicen que, como tenemos techo y comida, estamos bien. Pero nosotros queremos irnos”, sostiene.

Al contrario que sus dos amigos, Ilan no intenta aparentar ser mayor de su edad o un malote. Tampoco oculta su abatimiento, ni hace gala del mismo. “No estoy bien psicológicamente. Ninguno lo estamos: tomo pastillas para la depresión. Esto es como una cárcel”. Ilan denuncia que los menores que, como él, deambulan buena parte del día por la calle, sufren agresiones de la Policía, de vecinos xenófobos, que hay conductores de autobuses que no les contestan cuando entran… Pero, sobre todo, le indigna que no le hayan permitido matricularse en el colegio. “En el centro me dijeron que no habían aceptado mi solicitud de ingreso”, expone.

En dos años en Lesbos, Ilian no ha ido un solo día a clase, ni tiene un solo amigo griego, “solo refugiados”. Es lógico: no hay espacios de encuentro. “Nadie nos habla como si fuésemos seres humanos”, lamenta. Si la adolescencia ya es una etapa de tobogán emocional por la definición personal frente a la mirada ajena, desconocemos las consecuencias que puede tener vivirla siendo un migrante desterrado en una isla sin fecha de salida.

Justo en ese momento interviene su amigo Abdulsafi, de 16 años. “Nos dijeron que nos llevarían a jugar al fútbol y nada. Todo lo que nos gusta no le interesa a nadie”. Este niño llegó de Afganistán a Lesbos hace siete meses y lleva tres en la casa de acogida. Unos gritos nos sacan de la conversación.

Dos hombres con pelo blanco pasan de cruzarse unas palabras a los gritos en menos de cinco segundos. Dos jóvenes con rasgos árabes los observan callados. Uno de los griegos en liza señala compulsivamente a la manifestación: es obvio que la controversia está relacionada con las personas solicitantes de asilo. El que ha increpado al que hablaba con los palestinos-sirios, como sabríamos después, sigue su camino mientras continúa protestando con aspavientos.

“Me ha dicho que la gente de las ONG estamos destruyendo su isla, que hemos venido para traer el fuego”, me explica este palestino que lleva casi 40 años viviendo en Grecia y que prefiere omitir su nombre. “Le he dicho que yo soy griego y que puedo venir cuantas veces quiera”. Este intérprete, que reside en Atenas, ha venido hasta la isla para trabajar en la recepción del nuevo centro cerrado para las personas refugiadas. Admite que desde hace un par de años son habituales este tipo de discusiones entre griegos en la calle: “El problema lo han creado los medios, difundiendo mentiras sobre los refugiados continuamente: que si han cometido una violación, que si han robado no sé qué… Muchos griegos se lo han creído y tienen miedo. Ese hombre me ha llamado ‘agente de las ONG’. Nos han vuelto enemigos”, continúa.

Mientras los altavoces de los convocantes de la concentración continúan lanzando consignas y cánticos revolucionarios, el Gobierno griego avanza velozmente con la construcción del nuevo campo para las personas refugiadas. Por la mañana, la presencia policial era ostentosamente mayor que los días anteriores en el tramo de la carretera de Kara Tepe, donde miles de personas afrontaban su octavo día a la intemperie. La Policía impedía a los periodistas el acceso a las entradas oficiales y la desesperación resultaba evidente entre los desplazados.

“¿Qué hacemos? Tú cómo periodista tienes más información que nosotros. ¿Ingresamos en el nuevo campo o seguimos tirados en la calle?”, me preguntaba Joanna Zola, una treintañera de un grupo de refugiados de República Democrática del Congo a los que llevo viendo cómo se van apagando, día tras día, durante la última semana. No hay respuesta posible, ni justa ni acertada. Y ese es el imposible dilema al que el Gobierno heleno y la inacción de la Unión Europea está condenando a estas personas.

Mientras, trabajadores del Gobierno regional intentan convencer a los desplazados por el incendio de que acepten ingresar en el nuevo campo cerrado, algo que rechazan especialmente los afganos, que representan más del 80% de los solicitantes de asilo en Lesbos. “Piensen en sus hijos, estarán mejor en las tiendas. Y así, en seis meses, estarán en Atenas”, dice uno de los funcionarios, a través de un intérprete de farsi, a un grupo de hombres. “Tarde o temprano tendrán que entrar, mejor hacerlo organizadamente”, insiste ante su rechazo.

En el parking del supermercado Lidl, en el que permanecen cientos de personas, tres mujeres somalíes de tres generaciones distintas permanecen sentadas en el mismo sitio desde que el campo de Moria salió ardiendo. Moverse podría suponer perder esta valiosa sombra. “No queremos ir al campo, queremos salir de esta isla”, resume Nimau, mirando a su madre y a su hermana. “Nos han dicho que van a meterle fuego. ¿Cómo vamos a huir del campo cerrado si arde?”, añade. Horas más tarde, la noche del martes, se declararía un incendio en el campo de refugiados de la isla de Samos. Sería controlado horas después.

Arden los campos en Grecia mientras se convierte en cenizas el sistema europeo de protección internacional.


 

Algunos podcasts sobre el Campo de Lesbos desde el año 2017, como para ir analizando como ha evolucionado la represión q empezó como ayuda al llamarles los estados “Campos de Refugiadxs”, pero en realidad son Campos de Exterminio y Control.

 

El día a día en el campo de Refugiado de Lesbos

https://www . ivoox . com/dia-a-dia-campo-de-audios-mp3_rf_19095175_1.html

 

ElCandelero20200502

En “El Candelero” (RVK, 107.5 FM), el programa de la Asociación Cultural Candela, hablamos del Plan de Choque Social con Gonzalo Maestro (Coordinadora de Vivienda de Madrid). Inés Marco (Wish Lesbos) nos contará la situación que se está viviendo en los campos de refugiados de Lesbos con la pandemia de covid-19 y sus repercusiones sobre las políticas migratorias.

https://www . ivoox . com/elcandelero20200502-audios-mp3_rf_50640155_1.html

 

Carne Cruda – El infierno en el paraíso (DESDE LESBOS #546)

https://www . ivoox . com/carne-cruda-el-infierno-paraiso-audios-mp3_rf_35457031_1.html

 

Otros enlaces ilustrativos adjuntos

 

Refugiados: Viaje a través del infierno | DW Documental

https://invidious . snopyta . org/watch?v=T6H534VStvM

 

Imágenes de la crisis de refugiados | DW Documental

https://invidious . snopyta . org/watch?v=UuI9QRNRuqc

 

Isla de Lesbos, donde los sueños de migrantes se convierten en desilusión

https://invidious . snopyta . org/watch?v=GXEEbt0XAyw

 

Tomates y codicia – El éxodo forzado de los agricultores de Ghana | DW Documental

https://invidious . snopyta . org/watch?v=dL1LzeslJbQ

 

¿Esclavitud en Italia? | DW Documental

https://invidious . snopyta . org/watch?v=8V2Ep-VJdEE

 

MIGRANTES (La Bestia) El Tren de la Muerte – Documentales

https://invidious . snopyta . org/watch?v=Ou8nVzKY5H0

 

Las Patronas: tender una mano al migrante

https://invidious . snopyta . org/watch?v=PMJ1JLWbbPk

 

 

*Abajo todas las fronteras y demás cárceles*