La civilización y la dominación han avanzado basándose, entre otras, en la estandarización mediatizada de la medida de las cosas, ya sea dividiendo el año en los calendarios o estandarizando pesos y longitudes. En todos los casos la estandarización y mediatización estaba en manos de los dominadores, en manos de chamanes, en manos de los reyes (de quien se tomaban los patrones de medida de longitud), en las manos de los gobiernos estatales y de las academias científicas… Podemos decir que la máxima de la civilización sería: “todo lo que se puede medir se puede dominar” y por tanto ” lo que no se puede medir no puede ser dominado”.
En la evolución progresista de la dominación, el punto álgido hasta el momento, ha sido la medición del tiempo. La medición del tiempo no tenía ninguna utilidad mientras no tuviese un valor, su primer valor fue básicamente religioso y sólo más adelante un valor económico (civil) y, aunque puntualmente entraron en conflicto, actualmente la medicion del tiempo es imprescindible para el mantenimiento del sistema. No se puede concebir una “sociedad digital” sin una precisión de milisegundos (como mínimo) en todos los artefactos y maquinaria que forman el armazon del mundo digital.
Los primeros relojes
La medida del tiempo, y seguramente de alguna manera, el reloj, nacen con la aparición de las primeras monarquías centralizadas, probablemente en Sumer o más atrás. Primero los relojes de sol y después (o simultáneamente) los de agua (las clepsidras).
Todos los sistemas horarios estaban relacionados con el día solar, pero el día solar no era igual durante todo el año, así que las horas diurnas en verano eran más largas y las del invierno más cortas (sistema horario temporario). Su función era ceremonial y religiosa y no, fundamentalmente productivista. No servía para medir el “valor” de las cosas, la unidad “mercantil” del tiempo era el jornal, ligado al sol y dependiente de factores ambientales y ecológicos (pendiente, pedregosidad, profundidad del suelo a trabajar…).
Cada organización estatal tenía su medida de tiempo, cada imperio su sistema horario, el antiguo Japón, la China, la India… Pero finalmente siguiendo el impulso del colonialismo y del capitalismo se acabó imponiendo el sistema occidental, construido por la Iglesia Catótica Romana sobre la base del Imperio Romano.
El inicio de la contabilidad del tiempo se podía fijar en la salida del sol (Horae ab Ortu ) -el llamado sistema Babilónico- o en la puesta de sol (Horae ab Occasu) -que sería el sistema horario itálico-. Cada período diurno o nocturno se suele dividir, en muchas culturas, en 12 sub-periodos (total 24), aunque no faltan ejemplos de divisiones diferentes. Por ejemplo el sistema tradicional Japonés, oficial hasta 1873, se dividía en 6 horas por cada período (total 12), se iniciaba la cuenta en el 9 y se contaba en orden decreciente, no se utilizaban el 1, el 2 ni el tres por motivos religiosos. Se contaban las diurnas del alba al ocaso con el mediodía en el 9, y las noctunas del ocaso al alba.
En la Europa medieval las horas del período se dividían en 8 subdivisiones, 4 diurnas y 4 noctunas: maitines, laudes, prima, tertia, sexta, nona, víspera y completas. El mediodía corresponde a la sexta. Es la divisióncanónica del tiempo, a cada hora le corresponde un acto litúrgico u horación, las horas diurnas son las más “civiles” y más usadas, las nocturnas eran para curas y frailes y también para las guardias de los soldados y marineros.
La medida nocturna era la más compleja al no disponer de la referencia solar para corregir los errores humanos, así que fue en las mediciones nocturnas donde se comenzó el desarrollo de sistemas mecánicos que no dependieran de un manipulador y que tuviesen mecanismos de alarma (despertadores). Por ejemplo, en la biblioteca del Monasterio de Ripoll hay un esquema de una clepsidra con alarma mecánica. Este despertador monacal parece que data del siglo X.
En la transición hacia la economía burguesa protoindustrial empiezan a aparecer los relojes mecanizados, aún muy ligados a los intereses religiosos. Los primeros relojes mecánicos se instalaron en las torres de las iglesias. La iglesia seguía controlando el tiempo y añadía a los toques horarios, toda una serie de toques de campanas litúrgicos muy variables que obstaculizaban la medición del tiempo y no coincidían con el deseo burgués de medición homogénea y racional.
Así el primer reloj mecánico público del que se tiene noticia estaba en un monasterio, la abadía de Dunstable, en Inglaterrra, en 1283. El primero de Cataluña fue el de la catedral de Barcelona, en 1393, al que se le daba el significativo nombre del “seny de les hores” (juicio de las horas). Estos relojes eran muy imprecisos y podían acumular errores de más de treinta minutos diarios, las primeras agujas eran sólo horarias… Así que su utilidad como herramienta de control social más allá de la religión era muy limitada.
Poco a poco los intereses de los burgueses urbanos se alejan de la liturgia cristiana. En el campo se seguía pagando el jornal de sol a sol. A los jornaleros no agrícolas dependientes de maestros artesanos, se les podía hacer trabajar más horas o menos, según las necesidades y podían trabajar (en muchos oficios) más allá de la duración del día solar. Estas horas trabajadas se necesitaba medirlas de una manera uniforme y estandarizada, más alla de la liturgia. La hora del día empezaba a adquirir importancia en el mundo del comercio y del transporte.
Aquí empieza el conflicto entre la Iglesia y el poder civil para el control del tiempo. El declinar del control eclesiástico sobre el tiempo comienza con la cédula del rey Felipe VI de Francia, dando preeminencia al reloj del ayuntamiento de Amiens sobre los de la Iglesia en el año 1355. Esta preeminencia estuvo en disputa en muchos lugares hasta el siglo XIX. En el reino de España, el poder religioso pudo mantener su peeminencia hasta la aparición de las primeras Reales Academias y observatorios científicos, cuando la organización del tiempo se hace científica y racional, como ya era en la mayor parte de Europa y el mundo hacía ya tiempo.
*Extracto del libro “12 Historias Ludditas” editado por ediciones Moai*