Colón, los indígenas y el Progreso humano

Al principio estaban la conquista, la esclavitud y la muerte.

Los primeros contactos entre europeos e indígenas.

LOS HOMBRES Y LAS MUJERES ARAWAK, des­nu­dos, more­nos y pre­sos de la per­ple­ji­dad, emer­gie­ron de sus pobla­dos hacia las playas de la isla y se aden­tra­ron en las aguas para ver más de cer­ca el extra­ño bar­co. Cuan­do Colón y sus mari­ne­ros desem­bar­ca­ron por­tan­do espa­das y hablan­do de for­ma rara, los nati­vos ara­wak cor­rie­ron a darles la bien­ve­ni­da, a lle­varles ali­men­tos, agua y obse­quios. Des­pués Colón escri­bió en su dia­rio ;

[…] Nos tra­je­ron loros y bolas de algodón y lan­zas y muchas otras cosas más que cam­bia­ron por cuen­tas y cas­ca­beles de halcón No tuvie­ron ningún incon­ve­niente en dar­nos todo lo que poseían. […] Eran de fuerte consti­tu­ción, con cuer­pos bien hechos y her­mo­sos ras­gos. […] No lle­van armas, ni las cono­cen Al enseñarles una espa­da, la cogie­ron por el filo y se cor­ta­ron al no saber lo que era. No tie­nen hier­ro. Sus lan­zas son de caña. […] Serían unos cria­dos magní­fi­cos. […] Con cin­cuen­ta hombres los subyu­garía­mos a todos y con ellos haría­mos lo que qui­sié­ra­mos.”

Estos ara­waks de las Islas Antillas se parecían mucho a los indí­ge­nas del conti­nente, que eran extra­or­di­na­rios (así los cali­fi­carían repe­ti­da­mente los obser­va­dores euro­peos) por su hos­pi­ta­li­dad, su entre­ga a la hora de com­par­tir. Estos ras­gos no esta­ban pre­ci­sa­mente en auge en la Euro­pa rena­cen­tis­ta, domi­na­da como esta­ba por la reli­gión de los Papas, el gobier­no de los reyes y la obse­sión por el dine­ro que carac­te­ri­za­ba la civi­li­za­ción occi­den­tal y su pri­mer emi­sa­rio a las Amé­ri­cas, Cristó­bal Colón.

Escri­bió Colón : “Nada más lle­gar a las Antillas, en las pri­me­ras Antillas, en la pri­me­ra isla que encon­tré, atra­pé a unos nati­vos para que apren­die­ran y me die­ran infor­ma­ción sobre lo que había en esos lugares.”

La infor­ma­ción que más acu­cia­ba a Colón se resume en la siguiente cues­tión : ¿dónde está el oro ? .Había conven­ci­do a los reyes de España a que finan­cia­ran su expe­di­ción a esas tier­ras. Espe­ra­ba que al otro lado del Atlán­ti­co ‑en las « Indias » y en Asia- habría rique­zas, oro y espe­cias. Como otros ilus­tra­dos contem­porá­neos suyos, sabía que el mun­do era esfé­ri­co y que podía nave­gar hacia el oeste para lle­gar al Extre­mo Oriente.

España aca­ba­ba de uni­fi­carse for­man­do uno de los nue­vos Esta­do-nación moder­nos, como Fran­cia, Ingla­ter­ra y Por­tu­gal. Su pobla­ción, mayor­mente com­pues­ta por cam­pe­si­nos, tra­ba­ja­ba para la noble­za, que repre­sen­ta­ba el 2% de la pobla­ción, sien­do éstos los pro­pie­ta­rios del 95% de la tier­ra. España se había com­pro­me­ti­do con la Igle­sia Cató­li­ca, había expul­sa­do a todos los judíos y ahuyen­ta­do a los musul­manes. Como otros esta­dos del mun­do moder­no, España bus­ca­ba oro, mate­rial que se esta­ba convir­tien­do en la nue­va medi­da de la rique­za, con más uti­li­dad que la tier­ra porque todo lo podía com­prar. Había oro en Asia, o así se pen­sa­ba, y cier­ta­mente había seda y espe­cias, porque hacía unos siglos, Mar­co Polo y otros habían traí­do cosas mara­villo­sas de sus expe­di­ciones por tier­ra. Al haber conquis­ta­do los tur­cos Constan­ti­no­pla y el Medi­terrá­neo orien­tal, y al estar las rutas ter­restres a Asia en su poder, hacía fal­ta una ruta marí­ti­ma. Los mari­ne­ros por­tu­gueses cada día lle­ga­ban más lejos en su explo­ra­ción de la pun­ta meri­dio­nal de Áfri­ca. España deci­dió jugar la car­ta de una lar­ga expe­di­ción a tra­vés de un océa­no des­co­no­ci­do.

A cam­bio de la apor­ta­ción de oro y espe­cias, a Colón le pro­me­tie­ron el 10% de los bene­fi­cios, el pues­to de gober­na­dor de las tier­ras des­cu­bier­tas, además de la fama que conl­le­varía su nue­vo títu­lo Almi­rante del Mar Océa­no. Era comer­ciante de la ciu­dad ita­lia­na de Géno­va, teje­dor even­tual (hijo de un teje­dor muy habi­li­do­so), y nave­gante exper­to. Embarcó con tres cara­be­las, la más grande de las cuales era la San­ta María, vele­ro de unos trein­ta metros de lar­go, con una tri­pu­la­ción de trein­ta y nueve per­so­nas.

En rea­li­dad, Colón nun­ca hubie­ra lle­ga­do a Asia, que dis­ta­ba miles de kiló­me­tros más de lo que él había cal­cu­la­do, ima­ginán­dose un mun­do más pequeño. Tal exten­sión de mar hubie­ra signi­fi­ca­do su fin. Pero tuvo suerte. Al cubrir la cuar­ta parte de esa dis­tan­cia dio con una tier­ra des­co­no­ci­da que no figu­ra­ba en mapa algu­no y que esta­ba entre Euro­pa y Asia : las Amé­ri­cas. Esto ocur­rió a prin­ci­pios de octubre de 1492, trein­ta y tres días des­pués de que él y su tri­pu­la­ción hubie­ran zar­pa­do de las Islas Cana­rias, en la cos­ta atlán­ti­ca de Áfri­ca. Dere­pente vie­ron ramas flo­tan­do en el agua, pája­ros volan­do. Señales de tier­ra. Entonces, el día 12 de octubre, un mari­ne­ro lla­ma­do Rodri­go vio la luna de la madru­ga­da brillan­do en unas are­nas blan­cas y dio la señal de alar­ma. Eran las islas Antillas, en el Caribe. Se suponía que el pri­mer hombre que vie­ra tier­ra tenía que obte­ner una pen­sión vita­li­cia de 10.000 mara­vedís, pero Rodri­go nun­ca la reci­bió. Colón dijo que él había vis­to una luz la noche ante­rior y fue él quien reci­bió la recom­pen­sa.

Cuan­do se acer­ca­ron a tier­ra, los indios ara­wak les die­ron la bien­ve­ni­da nadan­do hacia los buques para reci­birles. Los ara­wak vivían en pequeños pue­blos comu­nales, y tenían una agri­cul­tu­ra basa­da en el maíz, las bata­tas y la yuca. Sabían tejer e hilar, pero no tenían ni cabal­los ni ani­males de labran­za. No tenían hier­ro, pero lle­va­ban dimi­nu­tos orna­men­tos de oro en las ore­jas.

Este hecho iba a traer dramá­ti­cas conse­cuen­cias : Colón apresó a varios de ellos y les hizo embar­car, insis­tien­do en que le guia­ran has­ta el ori­gen del oro. Lue­go navegó a la que hoy cono­ce­mos como isla de Cuba, y lue­go a His­pa­nio­la (la isla que hoy se com­pone de Haití y la Repú­bli­ca Domi­ni­ca­na). Allí, los des­tel­los de oro visibles en los ríos y la más­ca­ra de oro que un jefe indí­ge­na local ofre­ció a Colón pro­vo­ca­ron visiones deli­rantes de oro sin fin.

Las primeras violencias

En His­pa­nio­la, Colón construyó un fuerte con la made­ra de la San­ta María, que había embar­ran­ca­do. Fue la pri­me­ra base mili­tar euro­pea en el hemis­fe­rio occi­den­tal. Lo llamó Navi­dad, y allí dejó a trein­ta y nueve miem­bros de su tri­pu­la­ción con ins­truc­ciones de encon­trar y alma­ce­nar oro Apresó a más indí­ge­nas y los embarcó en las dos naves que le que­da­ban. En un lugar de la isla se enzarzó en una lucha con unos indí­ge­nas que se nega­ron a sumi­nis­trarles la can­ti­dad de arcos y fle­chas que él y sus hombres desea­ban. Dos fue­ron atra­ve­sa­dos con las espa­das y murie­ron desan­gra­dos. Entonces la Niña y la Pin­ta embar­ca­ron rum­bo a las Azores y a España. Cuan­do el tiem­po enfrió, los pri­sio­ne­ros indí­ge­nas murie­ron uno tras otro.

El informe de Colón a la Corte de Madrid era extra­va­gante. Insis­tió en el hecho de que había lle­ga­do a Asia (se refería a Cuba) y a una isla de la cos­ta chi­na (His­pa­nio­la). Sus des­crip­ciones eran parte ver­dad, parte fic­ción. “His­pa­nio­la es un mila­gro. Mon­tañas y coli­nas, lla­nu­ras y pas­tu­ras, son tan fér­tiles como her­mo­sas […] los puer­tos natu­rales son increí­ble­mente segu­ros y hay muchos ríos anchos, la mayoría de los cuales contie­nen oro […] Hay muchas espe­cias, y nueve grandes minas de oro y otros metales.”

Los indí­ge­nas, según el informe de Colón « Son tan inge­nuos y gene­ro­sos con sus pose­siones que nadie que no les hubie­ra vis­to se lo creería. Cuan­do se pide algo que tie­nen, nun­ca se nie­gan a dar­lo. Al contra­rio, se ofre­cen a com­par­tir­lo con cual­quie­ra… » Concluyó su informe con una peti­ción de ayu­da a Sus Majes­tades, y ofre­ció que, a cam­bio, en su siguiente viaje, les traería « cuan­to oro nece­si­ta­sen… y cuan­tos escla­vos pidie­sen ». Des­pués se pro­digó en expre­siones de tipo reli­gio­so « Es así que el Dios eter­no, Nues­tro Señor, da vic­to­ria a los que siguen su cami­no frente a lo que apa­ren­ta ser impo­sible ».

A cau­sa del exa­ge­ra­do informe y las pro­me­sas de Colón, le fue­ron conce­di­dos die­ci­siete naves y más de mil dos­cien­tos hombres para su segun­da expe­di­ción. El obje­ti­vo era cla­ro : obte­ner escla­vos y oro. Fue­ron por el Caribe, de isla en isla, apre­san­do indí­ge­nas. Pero a medi­da que se iba cor­rien­do la voz acer­ca de las inten­ciones euro­peas, iban encon­tran­do cada vez más pobla­dos vacíos. En Haití vie­ron que los mari­ne­ros que habían deja­do en Fuerte Navi­dad habían muer­to en una batal­la con los indí­ge­nas des­pués de mero­dear por la isla en cua­drillas en bus­ca de oro, atra­pan­do a mujeres y niños para conver­tir­los en escla­vos para el sexo y los tra­ba­jos for­za­dos.

Aho­ra, desde su base en Haití, Colón envió múl­tiples expe­di­ciones hacia el inter­ior. No encon­tra­ron oro, pero tenían que lle­nar las naves que volvían a España con algún tipo de divi­den­do. En el año 1495 rea­li­za­ron una gran incur­sión en bus­ca de escla­vos, cap­tu­ra­ron a mil qui­nien­tos hombres, mujeres y niños ara­waks, les retu­vie­ron en cor­rales vigi­la­dos por españoles y per­ros, para lue­go esco­ger los mejores qui­nien­tos “especí­menes” y car­gar­los en naves. De esos qui­nien­tos, dos­cien­tos murie­ron durante el viaje. El res­to llegó con vida a España para ser pues­to a la ven­ta por el arce­dia­no de la ciu­dad, que anun­ció que, aunque los escla­vos estu­vie­sen « des­nu­dos como el día que nacie­ron » mos­tra­ban « la mis­ma inocen­cia que los ani­males ». Colón escri­bió más ade­lante. « En el nombre de la San­ta Tri­ni­dad, conti­nue­mos envian­do todos los escla­vos que se pue­dan ven­der ».

Pero en el cau­ti­ve­rio morían dema­sia­dos escla­vos. Así que Colón, deses­pe­ra­do por la nece­si­dad de devol­ver divi­den­dos a los que habían inver­ti­do dine­ro en su viaje, tenía que man­te­ner su pro­me­sa de lle­nar sus naves de oro. En la pro­vin­cia de Cicao, en Haití, donde él y sus hombres ima­gi­na­ban la exis­ten­cia de enormes yaci­mien­tos de oro, orde­na­ron que todos los mayores de catorce años reco­gie­ran cier­ta can­ti­dad de oro cada tres meses. Cuan­do se la traían, les daban un col­gante de cobre para que lo lle­va­ran al cuel­lo. A los indí­ge­nas que encon­tra­ban sin col­gante de cobre, les cor­ta­ban las manos y se desan­gra­ban has­ta la muerte.

Los indí­ge­nas tenían una tarea impo­sible. El úni­co oro que había en la zona era el pol­vo acu­mu­la­do en los ria­chue­los. Así que huye­ron, sien­do caza­dos por per­ros y ase­si­na­dos.

Los Ara­waks inten­ta­ron reu­nir un ejér­ci­to de resis­ten­cia, pero se enfren­ta­ban a españoles que tenían arma­du­ra, mos­quetes, espa­das y cabal­los. Cuan­do los españoles hacían pri­sio­ne­ros, los ahor­ca­ban o los que­ma­ban en la hogue­ra. Entre los Ara­waks empe­za­ron los sui­ci­dios en masa con vene­no de yuca. Mata­ban a los niños para que no caye­ran en manos de los españoles. En dos años la mitad de los 250.000 indí­ge­nas de Haití habían muer­to por ase­si­na­to, muti­la­ción o sui­ci­dio. Cuan­do se hizo patente que no que­da­ba oro, a los indí­ge­nas se los lle­va­ban como escla­vos a las grandes hacien­das que des­pués se cono­cerían como « enco­mien­das ». Se les hacía tra­ba­jar a un rit­mo infer­nal, y morían a mil­lares. En el año 1515, quizá que­da­ban cin­cuen­ta mil indí­ge­nas. En el año 1550, había qui­nien­tos. Un informe del año 1650 reve­la que en la isla no que­da­ba ni uno solo de los ara­waks autóc­to­nos, ni de sus des­cen­dientes.

La prin­ci­pal fuente de infor­ma­ción sobre lo que pasó en las islas des­pués de la lle­ga­da de Colón ‑y para muchos temas, la úni­ca- es Bar­to­lo­mé de las Casas. De sacer­dote joven había par­ti­ci­pa­do en la conquis­ta de Cuba. Durante un tiem­po fue el pro­pie­ta­rio de una hacien­da donde tra­ba­ja­ban escla­vos indí­ge­nas, pero la aban­donó y se convir­tió en un vehe­mente crí­ti­co de la cruel­dad españo­la. Las Casas trans­cri­bió el dia­rio de Colón y, a los cin­cuen­ta años, empezó a escri­bir una His­to­ria de las Indias en varios volú­menes.

En la socie­dad india se tra­ta­ba tan bien a las mujeres que los españoles que­da­ron ató­ni­tos. Las Casas des­cribe las rela­ciones sexuales :

“No exis­ten las leyes matri­mo­niales ; tan­to los hombres como las mujeres esco­gen sus pare­jas y las dejan a su pla­cer, sin ofen­sa, celos ni enfa­do. Se repro­du­cen a gran rit­mo, las mujeres emba­ra­za­das tra­ba­ja­ban has­ta el últi­mo minu­to y dan a luz casi sin dolor, al día siguiente se levan­tan, se bañan en el río y que­dan tan lim­pias y sanas como antes de parir. Si se can­san de sus pare­jas mas­cu­li­nas, abor­tan con hier­bas que cau­san la muerte del feto. Se cubren las partes ver­gon­zantes con hojas o tra­pos de algodón, aunque por lo gene­ral, los indí­ge­nas ‑hombres y mujeres- ven la des­nu­dez total con la mis­ma natu­ra­li­dad con la que noso­tros mira­mos la cabe­za o las manos de un hombre”. « Los indí­ge­nas, » dice Las Casas, no tenían reli­gión, o por lo menos no tenían tem­plos, « no dan nin­gu­na impor­tan­cia al oro y a otras cosas de valor. Les fal­ta todo sen­ti­do del comer­cio, ni com­pran ni ven­den, y depen­den ente­ra­mente de su entor­no natu­ral para sobre­vi­vir. Son muy gene­ro­sos con sus pose­siones y por la mis­ma razón, si desea­ban las pose­siones de sus ami­gos, espe­ran ser aten­di­dos con el mis­mo gra­do de gene­ro­si­dad… »

Las Casas (que en un comien­zo había pro­pues­to rem­pla­zar a los Indí­ge­nas por los escla­vos negros, consi­de­ran­do que eran más resis­tentes y que sobre­vi­virían mas fácil­mente pero que más tarde se arre­piente al obser­var los efec­tos desas­tro­sos de la escla­vi­tud de los negros) en el segun­do volu­men de su His­to­ria Gene­ral de las Indias habla del tra­ta­mien­to de los indí­ge­nas a manos de los españoles :

“Tes­ti­mo­nios inter­mi­nables… dan fe del tem­pe­ra­men­to beni­gno y pací­fi­co de los nati­vos… Pero fue nues­tra labor la de exas­pe­rar, aso­lar, matar, muti­lar y des­tro­zar, ¿a quién puede extra­ñar, pues, si de vez en cuan­do inten­ta­ban matar a algu­no de los nues­tros ? El almi­rante, es ver­dad, fue tan cie­go como los que le vinie­ron detrás, y tenía tan­tas ansias de com­pla­cer al Rey que come­tió crí­menes irre­pa­rables contra los indí­ge­nas.”

Las Casas expli­ca como los Españoles « se volvían cada vez más vani­do­sos » y, des­pués de un tiem­po, se reu­sa­ban a cami­nar míni­mas dis­tan­cias. Cuan­do « tenían pri­sa, se des­pla­za­ban en la espal­da de los Indios » o en hama­cas por des Indios que debían cor­rer releván­dose. « En este caso se les acom­paña­ba por Indios que por­ta­ban grandes hojas de pal­ma para pro­te­gerles del sol y para ven­ti­lar­los. »

El control total conl­levó una cruel­dad igual­mente total. Los españoles « no se lo pen­sa­ban dos veces antes de apuña­lar­los a doce­nas y cor­tarles para pro­bar el afi­la­do de sus espa­das. » Las Casas expli­can cómo « dos de estos supues­tos cris­tia­nos se encon­tra­ron un día con dos chi­cos indí­ge­nas, cada uno con un loro, les qui­ta­ron los loros y para su mayor dis­frute, cor­ta­ron las cabe­zas a los chi­cos ».

Todas las ten­ta­ti­vas de reac­ción por parte de los Indios fra­ca­sa­ron. En fin, conti­nua Las Casas, « suda­ban sangre y agua en las minas y otros tra­ba­jos for­za­dos, en un silen­cio deses­pe­rante, no habien­do nin­gu­na alma en el mun­do hacia quien pedir ayu­da ». Des­cribe de igual mane­ra el tra­ba­jo en las minas : « Las mon­tañas son saquea­das, de la base a la cima y de la cima a la base, miles de veces. Esca­van, rom­pen la roca, des­pla­zan las pie­dras y trans­por­tan los sacos de gra­va en sus espal­das para lavar­la en los ríos. Los que lavan el oro se que­dan en el agua per­ma­nen­te­mente y sus espal­das per­pe­tua­mente encor­va­das ter­mi­nan por rom­perse. Además, cuan­do el agua invade las galerías, la terea más ago­ta­do­ra consiste en car­gar­la y sacar­la al exte­rior en pequeñas can­ti­dades ».

Des­pués de seis u ocho meses de tra­ba­jo en las minas (lap­so de tiem­po reque­ri­do para que cada equi­po pue­da extra­er el oro sufi­ciente para fun­dir­lo), un ter­cio de los hombres esta­ban muer­tos.

Mien­tras que los hombres eran envia­dos muy lejos, a las minas, las mujeres se que­da­ban para tra­ba­jar la tier­ra. Les obli­ga­ban a cavar y a levan­tar miles de ele­va­ciones para el culti­vo de la yuca, un tra­ba­jo inso­por­table :

“De esta for­ma las pare­jas sólo se unían una vez cada ocho o diez meses y cuan­do se jun­ta­ban, tenían tal can­san­cio y tal depre­sión… que deja­ban de pro­crear. Res­pec­to a los bebés, morían al poco rato de nacer porque a sus madres se les hacía tra­ba­jar tan­to, y esta­ban tan ham­brien­tas, que no tenían leche para ama­man­tar­los, y por esta razón, mien­tras estuve en Cuba, murie­ron 7.000 niños en tres meses. Algu­nas madres inclu­so lle­ga­ron a aho­gar a sus bebés de pura deses­pe­ra­ción… De esta for­ma, los hombres morían en las minas, las mujeres en el tra­ba­jo, y los niños de fal­ta de leche… y en un breve espa­cio de tiem­po, esta tier­ra, que era tan magní­fi­ca, pode­ro­sa y fér­til […] quedó des­po­bla­da.”

Cuan­do llegó a His­pa­nio­la en 1508, Las Casas dice « Vivían 60.000 per­so­nas en las islas, incluyen­do a los indí­ge­nas, así que entre 1494 y 1508, habían per­eci­do más de tres mil­lones de per­so­nas entre la guer­ra, la escla­vi­tud y las minas. ¿Quién se va a creer esto en futu­ras gene­ra­ciones ? » Escri­bió una bio­grafía en diver­sos volú­menes, y él mis­mo se hizo a la mar para recons­truir la ruta de Colón a tra­vés del Atlán­ti­co. En su popu­lar libro Cristó­bal Colón, mari­ne­ro, escri­to en 1954, nos cuen­ta el tema de la escla­vi­tud y las matan­zas « La cruel polí­ti­ca inicia­da por Colón y conti­nua­da por sus suce­sores desem­bocó en un geno­ci­dio com­ple­to ». Esta cita apa­rece en una de las pági­nas del libro, sepul­ta­da en un entor­no de gran roman­ti­cis­mo. En el últi­mo pár­ra­fo del libro, Mori­son da un resu­men de sus impre­siones sobre Colón :

Tenía defec­tos, pero en gran medi­da eran defec­tos que nacían de las cua­li­dades que le hicie­ron grande ‑su volun­tad indo­mable, su impre­sio­nante fe en Dios y en su pro­pia misión como por­ta­dor de Cris­to a las tier­ras allende los mares, su tozu­da per­sis­ten­cia a pesar de la mar­gi­na­ción, la pobre­za y el desá­ni­mo que le ace­cha­ban. Pero no tenía mácu­la ni había fal­lo algu­no en la más esen­cial y sobre­sa­liente de sus cua­li­dades ‑su habi­li­dad como mari­ne­ro.

Se puede men­tir como un bel­la­co sobre el pasa­do. O se pue­den omi­tir datos que pudie­ran lle­var a conclu­siones inacep­tables. Mori­son no hace ni una cosa ni la otra. Se nie­ga a men­tir res­pec­to a Colón. No se sal­ta el tema de los ase­si­na­tos en masa ; efec­ti­va­mente, lo des­cribe con la pala­bra más des­gar­ra­do­ra que se pue­da usar geno­ci­dio. Así empezó la his­to­ria ‑hace qui­nien­tos años- de la inva­sión euro­pea de los pue­blos indí­ge­nas de las Amé­ri­cas, una his­to­ria de conquis­ta, escla­vi­tud y muerte. Pero en los libros de his­to­ria que se da a gene­ra­ción tras gene­ra­ción de niños en los Esta­dos Uni­dos, todo empie­za con una aven­tu­ra heroi­ca ‑no una san­gría- y EL DIA DE COLON ES UN DIA DE CELEBRACION.

Sólo se han vis­to lige­ros cam­bios en años recientes. Eso sí, con cuen­ta­go­tas. Más allá de las escue­las pri­ma­rias y secun­da­rias, tan sólo ha habi­do pin­ce­la­das oca­sio­nales de algo dis­tin­to. Samuel Eliot Mori­son, el his­to­ria­dor de Har­vard, fue el autor más dis­tin­gui­do sobre temá­ti­ca colom­bi­na. Pero hace otra cosa. No se entre­tiene en la ver­dad, y pasa a consi­de­rar las cosas que le resul­tan más impor­tantes. El hecho de men­tir dema­sia­do des­ca­ra­da­mente o de hacer disi­mu­la­das omi­siones com­por­ta el ries­go de ser des­cu­bier­to, lo cual, si ocurre, puede lle­var al lec­tor a rebe­larse contra el autor. Sin embar­go, el hecho de apun­tar los datos para segui­da­mente enter­rar­los en una masa de infor­ma­ción para­le­la equi­vale a decirle al lec­tor con cier­ta cal­ma afec­ta­da : sí, hubo ase­si­na­tos en masa, pero eso no es lo ver­da­de­ra­mente impor­tante. Debie­ra pesar muy poco en nues­tros jui­cios finales, no debería afec­tar tan­to lo que haga­mos en el mun­do. La ver­dad es que el his­to­ria­dor no puede evi­tar enfa­ti­zar unos hechos y olvi­dar otros. Esto le resul­ta tan natu­ral como al cartó­gra­fo que, con el fin de pro­du­cir un dibu­jo efi­caz a efec­tos prác­ti­cos, pri­me­ro debe alla­nar y dis­tor­sio­nar la for­ma de la tier­ra para entonces esco­ger entre la des­con­cer­tante masa de infor­ma­ción geo­grá­fi­ca las cosas que nece­si­ta para los propó­si­tos de tal o cual mapa.

Mis crí­ti­cas no pue­den cebarse en los pro­ce­sos de selec­ción, sim­pli­fi­ca­ción o énfa­sis, los cuales resul­tan inevi­tables tan­to para los cartó­gra­fos como para los his­to­ria­dores. Pero la dis­tor­sión del cartó­gra­fo es una nece­si­dad téc­ni­ca para una fina­li­dad común que com­par­ten todos los que nece­si­tan de los mapas. La dis­tor­sión del cartó­gra­fo, más que téc­ni­ca, es ideoló­gi­ca ; se debate en un mun­do de inter­eses contra­pues­tos, en el que cual­quier énfa­sis pres­ta apoyo (lo quie­ra o no el his­to­ria­dor) a algún tipo de inter­és, sea econó­mi­co, polí­ti­co, racial, nacio­nal o sexual. Además este inter­és ideoló­gi­co no se expre­sa tan abier­ta­mente ni resul­ta tan obvio como el inter­és téc­ni­co del cartó­gra­fo (« Esta es una proyec­ción Mer­ca­dor para nave­ga­ción de lar­ga dis­tan­cia, para las dis­tan­cias cor­tas deben usar una proyec­ción dife­rente »). No. Se pre­sen­ta como si todos los lec­tores de temas histó­ri­cos tuvie­ran un inter­és común que los his­to­ria­dores satis­fa­cen con su gran habi­li­dad. El hecho de enfa­ti­zar el heroís­mo de Colón y sus suce­sores como nave­gantes y des­cu­bri­dores y de qui­tar énfa­sis al geno­ci­dio que pro­vo­ca­ron no es una nece­si­dad téc­ni­ca sino una elec­ción ideoló­gi­ca. Sirve ‑se quie­ra o no- para jus­ti­fi­car lo que pasó. Lo que quie­ro resal­tar aquí no es el hecho de que deba­mos acu­sar, juz­gar y conde­nar a Colón in absen­tia, al contar la his­to­ria. Ya pasó el tiem­po de hacer­lo, sería un inú­til ejer­ci­cio aca­dé­mi­co de moralís­ti­ca. Quie­ro hacer hin­ca­pié en que todavía nos acom­paña la cos­tumbre de acep­tar las atro­ci­dades como el pre­cio deplo­rable pero nece­sa­rio que hay que pagar por el pro­gre­so (Hiro­shi­ma y Viet­nam por la sal­va­ción de la civi­li­za­ción occi­den­tal ; Krons­tadt y Hun­gría por la del socia­lis­mo, la pro­li­fe­ra­ción nuclear para sal­var­nos a todos). Una de las razones que expli­can por qué nos mero­dean todavía estas atro­ci­dades es que hemos apren­di­do a enter­rar­las en una masa de datos para­le­los, de la mis­ma mane­ra que se entier­ran los resi­duos nucleares en conte­ne­dores de tier­ra. El tra­ta­mien­to de los héroes (Colón) y sus víc­ti­mas (los ara­waks) ‑la sumi­sa acep­ta­ción de la conquis­ta y el ase­si­na­to en el nombre del pro­gre­so- es sólo un aspec­to de una pos­tu­ra ante la his­to­ria que expli­ca el pasa­do desde el pun­to de vis­ta de los gober­na­dores, los conquis­ta­dores, los diplomá­ti­cos y los líderes. Es como si ellos ‑por ejem­plo, Colón- mere­cie­ran la acep­ta­ción uni­ver­sal ; como si ellos los Padres Fun­da­dores, Jack­son, Lin­coln, Wil­son, Roo­se­velt, Ken­ne­dy, los prin­ci­pales miem­bros del Congre­so, los famo­sos jueces del Tri­bu­nal Supre­mo- repre­sen­ta­ran a toda la nación. La pre­ten­sión es que real­mente existe una cosa que se lla­ma « Esta­dos Uni­dos », que es pre­sa a veces de conflic­tos y dis­cu­siones, pero que fun­da­men­tal­mente es una comu­ni­dad de gente de inter­eses com­par­ti­dos. Es como si real­mente hubie­ra un « inter­és nacio­nal » repre­sen­ta­do por la Consti­tu­ción, por la expan­sión ter­ri­to­rial, por las leyes apro­ba­das por el Congre­so, las deci­siones de los tri­bu­nales, el desar­rol­lo del capi­ta­lis­mo, la cultu­ra de la edu­ca­ción y los medios de comu­ni­ca­ción. « La his­to­ria es la memo­ria de los esta­dos », escri­bió Hen­ry Kis­sin­ger en su pri­mer libro, A World Res­to­red, en el que se dedicó a contar la his­to­ria de la Euro­pa del siglo die­ci­nueve desde el pun­to de vis­ta de los líderes de Aus­tria e Ingla­ter­ra, igno­ran­do a los mil­lones que sufrie­ron las polí­ti­cas de sus esta­dis­tas. Desde su pun­to de vis­ta, la « paz » que tenía Euro­pa antes de la Revo­lu­ción Fran­ce­sa quedó « res­tau­ra­da » por la diplo­ma­cia de unos pocos líderes nacio­nales. Pero para los obre­ros indus­triales de Ingla­ter­ra, para los cam­pe­si­nos de Fran­cia, para la gente de color en Asia y Áfri­ca, para las mujeres y los niños de todo el mun­do ‑sal­vo los de clase aco­mo­da­da- era un mun­do de conquis­tas, vio­len­cia, hambre, explo­ta­ción ‑un mun­do no res­tau­ra­do, sino desin­te­gra­do.

Mi pun­to de vis­ta, al contar la his­to­ria de los Esta­dos Uni­dos, es dife­rente : NO DEBEMOS ACEPTAR LA MEMORIA DE LOS ESTADOS COMO COSA PROPIA. LAS NACIONES NO SON COMUNIDADES Y NUNCA LO FUERON. LA HISTORIA DE CUALQUIER PAIS, si se pre­sen­ta como si fue­ra la de una fami­lia, disi­mu­la ter­ribles conflic­tos de inter­eses (algo explo­si­vo, casi siempre repri­mi­do) entre conquis­ta­dores y conquis­ta­dos, amos y escla­vos, capi­ta­lis­tas y tra­ba­ja­dores, domi­na­dores y domi­na­dos por razones de raza y sexo. Y en un mun­do de conflic­tos, en un mun­do de víc­ti­mas y ver­du­gos, la tarea de la gente pen­sante debe ser como sugi­rió Albert Camus- no situarse en el ban­do de los ver­du­gos. Así, en esa inevi­table toma de par­ti­do que nace de la selec­ción y el subraya­do de la his­to­ria, pre­fie­ro expli­car la his­to­ria del des­cu­bri­mien­to de Amé­ri­ca desde el pun­to de vis­ta de los ara­waks, la de la Consti­tu­ción, desde la posi­ción de los escla­vos, la de Andrew Jack­son, tal como lo verían los che­ro­kees, la de la Guer­ra Civil, tal como la vie­ron los irlan­deses de Nue­va York, la de la Guer­ra de Méxi­co, desde el pun­to de vis­ta de los deser­tores del ejér­ci­to de Scott, la de la eclo­sión del indus­tria­lis­mo, tal como lo vie­ron las jóvenes obre­ras de las fábri­cas tex­tiles de Lowell, la de la Guer­ra His­pa­no-Esta­dou­ni­dense vis­ta por los cuba­nos, la de la conquis­ta de las Fili­pi­nas tal como la verían los sol­da­dos negros de Luzón, la de la Edad de Oro, tal como la vie­ron los agri­cul­tores sur­eños, la de la Pri­me­ra Guer­ra Mun­dial, desde el pun­to de vis­ta de los socia­lis­tas, y la de la Segun­da vis­ta por los paci­fis­tas, la del New Deal de Roo­se­velt, tal como la vie­ron los negros de Har­lem, la del Impe­rio Ame­ri­ca­no de pos­guer­ra, desde el pun­to de vis­ta de los peones de Lati­noa­mé­ri­ca. Y así suce­si­va­mente, den­tro de los límites que se le impo­nen a una sola per­so­na, por mucho que él o ella se esfuer­cen en « ver » la his­to­ria desde otros pun­tos de vis­ta.

Mi línea no será la de llorar por las víctimas y denunciar a sus verdugos. Esas lágrimas, esa cólera, proyectadas hacia el pasado, hacen mella en nuestra energía moral actual. Y las líneas no siempre son claras. A largo plazo, el opresor también es víctima. A corto plazo (y hasta ahora, la historia humana sólo ha consistido en plazos cortos), las víctimas, desesperadas y marcadas por la cultura que les oprime, se ceban en otras víctimas.[…]

Lo que hizo Colón con los arawaks de las Islas Antillas, Cortés lo hizo con los aztecas de México, Pizarro con los incas del Perú y los colonos ingleses de Virginia y Massachusetts con los indios powhatanos y pequotes. Parece ser que en los primitivos estados capitalistas de Europa hubo verdadera locura por encontrar oro, esclavos y productos de latierra para pagar a los accionistas y obligacionistas de las expediciones, para financiar las emergentes burocracias monárquicas de Europa Occidental, para promocionar el crecimiento de las nuevas economías monetaristas que surgían del feudalismo y para participar en lo que Carlos Marx después llamaría « la acumulación primitiva de capital ». Estos fueron los violentos inicios de un sistema complejo de tecnología, negocios, política y cultura que dominaría el mundo durante cinco siglos.

Jamestown, Virginia, la primera colonia permanente de los ingleses en las Américas, se estableció dentro del territorio de una confederación india liderada por el jefe Powhatan. Powhatan observó la colonización inglesa de sus tierras, pero no atacó, manteniendo una posición de calma. Cuando los ingleses sufrieron la hambruna del invierno de 1610, algunos se acercaron a los indios para poder comer y no morirse. Cuando llego el verano, el gobernador de la colonia envió un mensaje para pedirle a Powhatan que devolviera a los fugitivos. Powhatan, según la versión inglesa, respondió con « respuestas nacidas del orgullo y del desdén ». Así que enviaron soldados para « vengarse ». Atacaron un poblado indio, mataron a quince o dieciséis indios, quemaron sus casas, cortaron el trigo que cultivaban en las inmediaciones del poblado, se llevaron en barcos a la reina de la tribu y a sus hijos, y acabaron por tirar los hijos por la borda, « haciéndoles saltar la tapa de los sesos en el agua ». A la reina se la llevaron para asesinarla a navajazos.

Parece ser que doce años después, los indios, alarmados por el crecimiento de los poblados ingleses, intentaron eliminarlos de una vez por todas. Hicieron una incursión en la que masacraron a 347 hombres, mujeres y niños. Desde entonces se declaró una guerra sin cuartel.

Al no poder esclavizar a los indios, y no pudiendo convivir con ellos, los ingleses decidieron exterminarlos. Según el historiador Edmund Morgan, « en el plazo de dos o tres años desde la masacre, los ingleses habían vengado varias veces todas las muertes de ese día ».

En ese primer año de presencia del hombre blanco en Virginia (1607), Powhatan había dirigido una petición a John Smith. Resultó ser profética. Se puede dudar de su autenticidad, pero se asemeja tanto a tantas declaraciones indias que si no se puede considerar el borrador de esa primera petición, por lo menos sí lleva su mismo espíritu :

He visto morir a dos generaciones de mi gente. Conozco la diferencia entre la paz y la guerra mejor que ningún otro hombre de mi país. ¿Por qué toman por la fuerza lo que pudieran obtener por vía pacífica ? ¿Por qué quieren destruir a los que les abastecen de alimentos ? ¿Qué pueden ganar con la guerra ? ¿Por qué nos tienen envidia ? Estamos desarmados y dispuestos a darles lo que piden si vienen en son de amistad. No somos tan inocentes como para ignorar que es mucho mejor comer buena carne, dormir tranquilamente, vivir en paz con nuestras esposas y nuestros hijos, reírnos y ser amables con los ingleses, y comerciar para obtener su cobre y sus hachas, que huir de ellos y malvivir en los fríos bosques, comer bellotas, raíces y otras porquerías, y no poder comer ni dormir por la persecución que sufrimos.

Cuando llegaron los primeros colonos a Nueva Inglaterra ‑los Pilgrim Fathers- también se instalaron en territorio habitado por tribus indias, y no en tierra deshabitada. Los indios pequote habitaban en lo que hoy es Connecticut del Sur y Rhode Island. Los puritanos los querían echar, codiciaban sus tierras. Así empezó la guerra con los pequotes. Hubo masacres en ambos bandos. Los ingleses desarrollaron una táctica guerrera que antes había usado Cortés y que después reaparecería en el siglo veinte, incluso de forma más sistemática : los ataques deliberados a los nocombatientes para aterrorizar al enemigo. Así que los ingleses incendiaron los wigwams de los poblados. William Bradford, en su libro contemporáneo, History of The Plymouth Plantation, describe la incursión de John Mason en el poblado Pequote :

Los que escaparon al fuego fueron muertos a espada, algunos murieron a hachazos, y otros fueron atravesados con el espadín, y así se dio buena cuenta de ellos en poco tiempo, y pocos lograron huir. Se piensa que murieron unos 400 esa vez. Verles freír en la sartén resultó un terrible espectáculo.

Un pie de página en el libro de Virgil Vogel, This land was ours (1972), dice lo siguiente « La cantidad oficial de Pequotes que ahora quedan en Connecticut es de veintiuna personas ». Durante un tiempo, los ingleses lo intentaron con tácticas más suaves. Pero después se decantaron por el exterminio. La población de 10 millones de indios que vivía en el norte de México al llegar Colón se reduciría finalmente a menos de un millón. Enormes cantidades de indios morirían de las enfermedades que introdujo el hombre blanco.

Detrás de la invasión inglesa de Norteamérica, detrás de las masacres de indios que realizaron, detrás de sus engaños y su brutalidad, yacía ese poderoso y especial impulso que nace en las civilizaciones y que se basa en la propiedad privada. […] De Colón a Cortés, de Pizarro a los puritanos, ¿era toda esta sangría y todo este engaño una necesidad para el progreso de la raza humana ? Si efectivamente hay que hacer sacrificios para el progreso de la humanidad, ¿no resulta esencial atenerse al principio de que los mismos sacrificados deben tomar la decisión ? Todos podemos decidir sacrificar algo propio, pero ¿tenemos el derecho a echar en la pira mortuoria a los hijos de los demás, o incluso a nuestros propios hijos, en aras de un progreso que no resulta ni la mitad de claro o tangible que la enfermedad o la salud, la vida o la muerte ? Más allá de todo ello, ¿cómo podemos estar seguros de que lo que se destruyó fuese inferior ? ¿Quiénes eran esas personas que aparecieron en la playa y que llevaron a nado presentes para Colón y su tripulación, que observaban mientras Cortés y Pizarro cabalgaban por su campiña y que asomaban sus cabezas por los bosques para ver los primeros colonos blancos de Virginia y Massachusetts ? Colón les llamó « indios » porque calculó mal el tamaño de la tierra. […]

Cuando llegó Colón había unos 75 millones de personas ampliamente repartidas por la enorme masa terrestre de las Américas, 25 de los cuales estaban en América del Norte. En consonancia con los diferentes entornos de tierras y clima, desarrollaron cientos de diferentes culturas tribales y unas dos mil lenguas distintas. Perfeccionaron el arte de la agricultura, y se las apañaron para cultivar el maíz, que, al no crecer por sí sólo, tiene que ser plantado, cultivado, abonado, cosechado, descascarado y pelado .Su ingenio les permitió desarrollar una serie de verduras y frutas diferentes, así como los cacahuetes, el chocolate, el tabaco y el caucho. Los indígenas de América estaban inmersos en la gran revolución agrícola que estaban experimentando otros pueblos de Asia, Europa y Africa en ese mismo período aproximado. Mientras que muchas de las tribus retuvieron las costumbres de los cazadores nómadas y de los recolectores de alimentos en comunas errantes e igualitarias, otras empezaron a vivir en comunidades más estables en sitios más provistos de alimentos, con poblaciones mayores, más división del trabajo entre hombres y mujeres, más excedentes para alimentar a los jefes y a los brujos, más tiempo de ocio para las labores artísticas y sociales, y para construir casas.

Entre los Adirondacas y los Grandes Lagos, en lo que hoy en día es Pennsylvania y la parte superior de Nueva York, vivía la más poderosa de las tribus del noreste, la Liga de los Iroqueses. En los poblados iroqueses la tierra era de propiedad compartida y se trabajaba en común. Se cazaba en equipo, y se dividían las presas entre los miembros del poblado. En la sociedad de los iroqueses, las mujeres eran respetadas. Cuidaban los cultivos y se encargaban de las cuestiones del poblado mientras los hombres cazaban y pescaban. Como apunta Gary B. Nash en su fascinante estudio de la América primitiva, Red, White and Black,

« así se compartía el poder entre sexos, y brillaba por su ausencia en la sociedad iroquesa la idea europea del predominio masculino y de la sumisión femenina »

Mientras que a los hijos de la sociedad iroquesa se les enseñaba el patrimonio cultural de su pueblo y la solidaridad para con su tribu, también se les enseñaba a ser independientes y a no someterse a los abusos de la autoridad. Todo esto contrastaba vivamente con los valores europeos que importaron los primeros colonos, una sociedad de ricos y pobres, controlada por los sacerdotes, por los gobernadores, por las cabezas ‑masculinas- de familia. Gary Nash describe así la cultura iroquesa :

Antes de la llegada de los europeos, en los bosques del noreste no había leyes ni ordenanzas, comisarios ni policías, jueces ni jurados, juzgados ni prisiones — nada de la parafernalia autoritaria de las sociedades europeas. Sin embargo, estaban firmemente establecidos los límites del comportamiento aceptable. A pesar de enorgullecerse del individuo autónomo, los iroqueses mantenían un sentido estricto del bien y del mal. Se deshonraba y se trataba con ostracismo al que robaba alimentos ajenos o se comportaba de forma cobarde en la guerra, hasta que hubiera expiado sus malas acciones y demostrado su purificación moral a satisfacción de los demás.

Y no sólo se comportaban así los iroqueses, sino también otras tribus indígenas. Colón y sus sucesores no aterrizaban en un desierto baldío, sino que lo hacían en un mundo que en algunas zonas estaba tan densamente poblado como la misma Europa, donde la cultura era compleja, donde eran más igualitarias las relaciones humanas que en Europa, y donde las relaciones entre hombres, mujeres, niños y la naturaleza estaban quizás más noblemente concebidas que en ningún otro punto del globo. Eran gentes sin lenguaje escrito, pero que tenían sus propias leyes, su poesía, su historia retenida en la memoria y transmitida de generación en generación, con un vocabulario oral más complejo que el europeo y acompañado con cantos, bailes y ceremonias dramáticas. Prestaban mucha atención al desarrollo de la personalidad, la fuerza de la voluntad, la independencia y la flexibilidad, la pasión y la potencia, a sus relaciones interpersonales y con la naturaleza.

John Collier, un estudioso americano que convivió con los indios en los años veinte y treinta en el suroeste americano, comentó de su espíritu : « Si pudiéramos adoptarlo nosotros, habría una tierra eternamente inagotable y una paz que duraría por los siglos de los siglos ».[…] Pero aún a expensas de la imperfección que conllevan los mitos, baste para que nos haga cuestionar ‑en ese período y en el nuestro- la excusa del progreso que respalda el exterminio de las razas, y la costumbre de contarse la historia desde la óptica de los conquistadores y los líderes de la civilización occidental.

Capítulo 2 ESTABLECIENDO LA BARRERA RACIAL [extracto]

No hay país en la historia mundial en el que el racismo haya tenido un papel tan importante y durante tanto tiempo como en los Estados Unidos. El problema de la « barrera racial » o color line ‑en palabras de W.E.B. Du Bois- todavía colea. […]

En las colonias inglesas, la esclavitud pasó rápidamente a ser una institución estable, la relación laboral normal entre negros y blancos. Junto a ella se desarrolló ese sentimiento racial especial ‑sea odio, menosprecio, piedad o paternalismo- que acompañaría la posición inferior de los negros en América durante los 350 años siguientes esa combinación de rango inferior y de pensamiento peyorativo que llamamos « racismo ».

Todas las experiencias que vivieron los primeros colonos blancos empujaron y presionaron para que se produjera la esclavitud de los negros.

Los virginianos de 1619 necesitaban desesperadamente mano de obra para cultivar suficiente comida como para sobrevivir. Entre ellos estaban los supervivientes del invierno de 1609–1610, el « tiempo de hambruna » o starving time, cuando, enloquecidos de hambre, erraban por los bosques en busca de frutos secos y bayas, abrieron las tumbas para comerse los cadáveres, y murieron en masa hasta que, de quinientos colonos, tan sólo quedaron sesenta. Los virginianos necesitaban mano de obra para cultivar el trigo de la subsistencia y el tabaco para la exportación. Acababan de enterarse de cómo se cultivaba el tabaco, y, en 1617, enviaron a Inglaterra el primer cargamento. Cuando vieron que, al igual que todos los narcóticos asociados con la desaprobación social, se vendía a buen precio, los agricultores, tratándose de algo tan provechoso, no hicieron demasiadas preguntas ‑a pesar de llenarse la boca de religiosidad.

No podían obligar a los indios a trabajar para ellos como había hecho Colón. Los ingleses eran muchos menos y aunque pudiesen exterminar a los indios con sus sofisticadas armas de fuego, a cambio se verían expuestos a las masacres indias. No podían capturarlos y mantenerlos como esclavos, los indios eran duros, ingeniosos, desafiantes, y estaban tan adaptados a estos bosques como mal adaptados lo estaban los trasplantados ingleses. Puede que haya habido una especie de rabia frustrada respecto a su propia ineptitud en comparación con la superioridad india para cuidarse y que esto haya predispuesto a los virginianos a ser amos de los esclavos. Edmund Morgan imagina su estado de ánimo mientras escribe en su libro American Slavery, Amettcan Freedom :

Si eras colono, sabías que tu tecnología era superior a la de los indios. Sabías que eras civilizado, y que ellos eran salvajes. Pero tu tecnología superior se había mostrado insuficiente para extraer nada. Los indios, en su aislamiento, se reían de tus métodos superiores y vivían de la tierra con mas abundancia y con menos mano de obra que tú. Y cuando tu propia gente empezó a desertar para vivir con ellos, resultó ser demasiado. Así que mataste a los indios, les torturaste, quemaste sus poblados, sus campos de trigo. Eso probaba tu superioridad a pesar de tus fallos. Y te despachaste igual con cualquiera de los tuyos que haya sucumbido a su salvaje modo de vida. Pero aun así, no cultivaste demasiado trigo.

La respuesta estaba en los esclavos negros.[…] Los indios estaban en su propias tierras. Los blancos estaban en su entorno cultural europeo. A los negros se les había arrancado de su tierra y de su entorno cultural. Se les obligaba a vivir en una situación en que poco a poco quedaban exterminados sus hábitos lingüísticos, su forma de vestir, sus tradiciones y sus relaciones familiares, sólo dejando los desechos que los negros no perderían por su extraordinaria perseverancia.[…]

Howard Zinn