VIVIR, TRABAJAR Y SOBREVIVIR EN UNA SMART CITY

El término “smart city” tiene sin duda un definición coyuntural, es un término “comodín” como lo han sido otros términos, por ejemplo la interculturalidad o la sostenibilidad. Sin embargo, que tenga un uso de velo ideológico o de cortina de humo no nos ha de impedir ver otras implicaciones. El término es difícilmente separable de otros como “internet de las cosas” o “big data”, aunque los “expertos” pretenden diferenciarlos totalmente. Ponerle un nombre a algo no es un acto neutro, el uso de las palabras tiene muchas más implicaciones de las que se pretenden y se relaciona muy directamente con el ejercicio del poder.

De hecho, lo que se esconde detrás de las “smart cities” no es nada diferente sustancialmente de la “vieja dominación”, sólo que ahora con instrumentos mucho más eficaces y potentes a su disposición. A la hora de hablar de smart city no hay que perder de vista esto, el núcleo duro, lo importante, no es la cobertura tecnológica, sino la dominación de las corporaciones y los estados sobre las personas, los animales y el mundo.

La smart city supone una tecnificación del viejo control social: en lugar de estar controlados por los chafarderos y los confidentes del barrio (los sensores) lo estamos por sensores (chafarderos y confidentes).

Lo que lo diferencia de los antiguos métodos es su extensión, profundidad y magnitud de sus bases de datos, así como la velocidad de proceso, la capacidad de almacenamiento, la rebaja brutal de los costes de todo este control y, finalmente, la posibilidad, cada vez más extendida, de control en tiempo real.

En el período 2013/2014, se han puesto en el mercado 7.700 millones de sensores smart y 250 millones de tarjetas NFC. A estos hay que añadir los teléfonos inteligentes, las tablets y otros dispositivos conectados que, en la práctica, actúan como sensores y que a lo largo del período 2009/2014 han sobrepasado largamente los 10.600 millones de unidades. Se calcula que una ciudad con un millón de habitantes tenía en el 2010 unos 600.000 sensores, esta cifra, actualmente se sobrepasa de largo.

Cisco y Eriksson han hecho una proyección para 2020 en la que hablan de 50 millardos (billones americanos) de sensores y aparatos conectados. Se trata de una estimación a años vista, pero nos da una idea de la magnitud de la futura recolección de datos. Otras estimaciones más conservadoras hablan de 25 ó 35 millardos. De todos modos, teniendo en cuenta que la población mundial en 2020 se estima que será de 7.717 millones de personas, tenemos un abanico de entre 3,2 y 6,5 dispositivos por habitante (los cálculos de Cisco y Eriksson no incluyen smartphones ni tabletas, ni los diferentes tipos de ordenador).

El objetivo básico de todos los proyectos de smart city es la recogida de datos, unos para almacenarlos y tratarlos posteriormente (bigdata) y otros para decidir a tiempo real. Los usuarios son básicamente los intereses económicos detrás de los estudios de mercado, los diferentes tipos de policía y agencias de seguridad, los servicios de recursos humanos…

Vivir en una Smart City

Nuestra vida cotidiana, ahora mismo, ya está muy invadida por el seguimiento smart. Dejando aparte el tema de los aparatos móviles (básicamente teléfonos), hay centenares de videocámaras que nos vigilan en los espacios públicos.

La videovigilancia, con la disminución del costo de grabación y almacenamiento de los datos, se está extendiendo y se hace ubicua. Además con la “videovigilancia inteligente” (cámaras digitales con un software interpretativo) se puede extraer en tiempo real mucha información de la grabación: números de matrícula, cantidad de vehículos y de personas, algunos rasgos del comportamiento de las personas grabadas, reconocimiento facial, detección de conductas sospechosas e incluso determinados estados anímicos.

La videovigilancia se ha “democratizado”, se venden miles de cámaras acompañadas casi siempre de software para vigilar una tiendecita o el hogar, para controlar hurtos, empleados, canguros, niños, mascotas y ancianos. Casi siempre son aparatos adquiridos por internet y autoinstalados o instalados por el manitas del barrio, evidentemente no cumplen ninguna de las condiciones de la ley de protección de datos.

Estas cámaras que hace unos años eran casi de juguete han alcanzado el rango de herramientas sofisticadas de alta resolución, conectables vía wifi con internet y dotadas de un software complejo que permite configurarlas con alarmas a teléfono y ordenadores, capaces de diferenciar personas, acciones y situaciones y definir áreas de vigilancia. Este software es también relativamente económico y normalmente va acompañado de almacenamiento en la nube, o sea que las imágenes quedan fuera del control del mismo interesado (que seguramente será grabado también).

Podemos resumir que ahora padres, hijos, no ejercen de cuidadores, sino de vigilantes, de vigilantes por cuenta del estado y de la “nube”…

Cada vez es más difícil hacer un pago “en efectivo” (anónimo), cada vez aumenta más el conocimiento de nuestros hábitos de consumo por parte de los vendedores, los estados y las corporaciones (qué, cuándo, en qué cantidad…). Cada vez tenemos más tarjetas con un chip, más documentos de identificación electrónicos…

En nuestros hogares, los smartmeters que últimamente se están generalizando permiten conocer lo más íntimo de nuestros hábitos: cuando llegamos, cuando vamos a dormir, cuando nos duchamos y cuando ponemos lavadoras, si tenemos visitantes, si tenemos picos de consumo…

Determinadas tecnologías como los wearables (sensores “vestibles” que miden tensión arterial, ritmo cardíaco, oxígeno en sangre…), dan otra vuelta a la tuerca del control. Con ellos ponemos en unas manos desconocidas datos tan íntimos como nuestro estado físico y nuestra salud y, si están geoposicionados, la transparencia físico/metabólica “voluntaria” es total y absoluta.

Los riesgos de la smart city parecen verse lejanos en el tiempo y en el espacio. Nos hacen creer que la tecnología del control smart se aplica sólo en remotos países dictatoriales, o en fronteras con África o Oriente, también alejadas (al menos imaginariamente), o limitadas a perseguir delincuentes repulsivos (pederastas o violadores) y trabajadores incumplidores.

El hecho es que las tecnologías que se utilizan en estos momentos en las fronteras, sean de identificación o de detección, se están empezando a utilizar para el control interno sin que nos demos cuenta. Aunque sólo fuese por egoísmo deberíamos combatirlas. Se están construyendo nuevas fronteras en las calles, en las instituciones y en los puestos de trabajo, fronteras que cada vez serán más evidentes… Hasta que ya no nos las dejen cruzar, entonces será difícil derribarlas.

Trabajar en una Smart City

Vemos como cada vez más, en los puestos de trabajo, sobre todo aquellos que antes eran llamados “trabajos manuales” los patrones tienen a su disposición un mayor número de herramientas de control y abuso derivadas de las tecnologías smart.

Todas estas herramientas de control se disfrazan con la “amable intención” de liberar a los trabajadores de trabajos pesados o inseguros, pero el hecho es que la presión extra sobre el tiempo de ejecución y frecuencia de las operaciones hace que, por ejemplo, aumenten los accidentes laborales. Otro mito que nos han imbuido es el “buen rollo” de las empresas TIC (tecnologías de la información y la comunicación) con sus trabajadores. Sin embargo, en el mundo TIC, igual que en el resto del ámbito laboral, aumenta la fractura salarial entre los “bien pagados” y el resto.

Seguramente los primeros en padecer la smart city fueron los trabajadores del espacio público, los de la limpieza viaria y del mantenimiento urbano. Fueron viendo como en todos sus vehículos (hasta en los carritos de los barrenderos) se instalaban GPS’s y se les dotaba de agendas electrónicas (tipo palm), actualmente sustituidas por teléfonos (que a menudo han de pagar) para poder vigilar su actividad y comunicar las alarmas de trabajos urgentes.

Después fue el sector del transporte, especialmente mensajeros y repartidores de mercancías. De nuevo los GPS’s y aquellos miniordenadores denominados Psion (ahora sustituidos por tablets). Estos trabajadores han de conducir, repartir, facturar… y en todo momento la central (el patrono) tiene trazable la mercancía (paquetes, cartas… y trabajadores). De hecho los “expertos” empresariales consideran que el 90% de las entregas en el 2018 se harán mediante sistemas conectados vía web (Uber, eBay Now, Shutl, Deliv, Posmastes, Instacart, Amazon, Alibaba).

El transporte público de pasajeros vino detrás. Los autobuses con GPS y otros gadgets tecno-smarts, han invadido las flotas, a su vez, los taxis han incorporado taxímetros inteligentes y las videocámaras se han hecho omnipresentes en estaciones, vagones de metros y ferrocarriles, autobuses…

La recogida de residuos viene a continuación, con el añadido de los sensores de medida del llenado de contenedores, que harán variables los recorridos, las frecuencias y por tanto los horarios y el calendario de trabajo.

La mayor parte de las mercancías, palets, contenedores y muchos envases individuales ya vienen marcados con etiquetas RFID e incluso dispositivos más sofisticados. Son trazables y los inventarios son casi automáticos. El impacto sobre los empleados de almacén y los reponedores es directo.

Los oficinistas y otros trabajadores de “cuello blanco” ya trabajan en red desde hace tiempo y padecen los software de control que registran desde el número de pulsaciones en el teclado hasta la actividad en todo momento de la jornada y… la inactividad.

En los comercios y tiendas no se vigila ya solamente a los posibles “ladrones/consumidores”, la vigilancia se extiende a los trabajadores con cámaras enfocando cajas registradoras y espacios “no públicos”… De hecho a partir de una sentencia contraria a los deseos de la patronal se está haciendo firmar una comunicación de que las grabaciones se podrán utilizar como prueba para sancionar a los trabajadores. Y en todas partes el control de presencia y de identidad se sofistica y cada vez necesita menos del contacto, llegando en algunos casos a controlar no sólo la entrada y la salida del trabajo, sino también el lugar y el tiempo pasado en diferentes dependencias, estableciendo zonas prohibidas a menudo arbitrarias.

Hay aplicaciones smart especialmente repulsivas, como la escoba para limpieza urbana con sensor de movimiento que registra el numero de barridos a lo largo del día (conectada también a un GPS en el carrito o en la escoba misma), o la ropa de trabajo “interactiva” dotada de etiquetas RFID u otros artilugios de control de presencia.

Se va imponiendo un modelo de economía de “servicios móviles bajo demanda” (ODMS), en el que no se trabaja para un empleador, sino para una plataforma que gestiona las demandas de los clientes y el pago (como UBER, Airbnb, Homejoy, la Nevera Roja…), además las empresas suelen estar ubicadas muy lejos del sitio donde se produce realmente el servicio.

Es trabajar con un algoritmo como jefe o encargado, con la diferencia de que a un algoritmo no se le puede coger por el pescuezo y tampoco se le pueden pinchar las ruedas del coche. Esto nos deshumaniza y de hecho nos reduce al papel de otro algoritmo, al papel de un smart trabajador.

Las aplicaciones smart sólo tienen un límite: lo retorcida que tengan la mente los ingenieros y tecnólogos, la codicia de los empresarios y el afán de control sobre la vida de los demás.

¿Cuál es el efecto de todo esto sobre las condiciones de vida en el lugar de trabajo?

El primer efecto es un control extremo que va más allá del “ojo del encargado” o el reloj de fichar. Se trata de un control en tiempo real, no sólo de hora en hora o de minuto a minuto, sino que ahora ya se llega al control de milisegundo en milisegundo… Esto hace que el patrón (aunque parezca que sea un término obsoleto, todos tenemos un patrón aunque sea un estado o una corporación transnacional) sepa que hacemos en todo momento durante la jornada laboral (y fuera de ella si nos “permite” llevarnos el smartphone corporativo). Y si la empresa es responsable “socialmente” y dispone de mejoras como actividades culturales y deportivas subvencionadas, entonces también conoce incluso una buena parte del tiempo libre.

El segundo efecto es la “optimización del tiempo” por parte de la empresa: los ritmos de trabajo se aceleran y los plazos se acortan. Por ejemplo en el número de entregas de mercancías de un trabajador de UPS, la longitud del itinerario de un trabajador de la limpieza viaria, o el número semanal de expedientes de un oficinista.

El tercer efecto es un aumento de la precarización del trabajo. Por un lado, el control global genera despidos y por otro, el control extremo permite monitorizar y tutelar el trabajo de manera que, en cada momento, el trabajador se vea forzado a hacer “lo que debe hacer”… lo que desea la empresa.

El cuarto efecto global, es que la dominación extrema a la que nos lleva la “smartificación” ataca nuestra identidad individual y tiene efectos sobre nuestra libertad, la calidad de nuestras vidas y nuestra salud, hundiéndonos

en la tecnomiseria, la humillación y la dominación. Nos lleva a una negación de nosotros mismos y a una afirmación de nuestros dominadores.

Las smart fronteras y las smart cities, o estás dentro o estás fuera

Las fronteras no suelen ser límites geográficos o naturales, tampoco son un límite jurídico administrativo, las fronteras son herramientas que el poder utiliza para acumular más poder o parar regular su ejercicio.

El control de las fronteras ha ido evolucionando según sus necesidades. Los antiguos y enojosos “peajes” para regular el paso de las mercancías se han ido optimizando para permitir el paso rápido de todo aquello que puede generar valor, así el número de contenedores que mueve un puerto, por ejemplo el de Barcelona, sería impensable sin toda la capa de tecnología de identificación, de inventario y sin los mecanismos sociales de los que se dispone ahora.

Una de las mercancías más costosas de regular, y, de momento, imprevisible ya que tiene iniciativa propia, es la mercancía humana (trabajadores y consumidores), así pues es preciso regular estos flujos intentando reducir la “iniciativa propia” de las personas.

Esta “regulación” puede ir desde los disparos de los guardas de frontera, hasta los sofisticados muros de contención (con sus puertas de paso controladas) construidos en todas las fronteras, como el que hay entre los EUA y México, entre Gaza e Israel y en las fronteras de Ceuta y Melilla en el estado español. Los mecanismos de control han pasado del humano (siempre imperfecto) al inhumano (que también incluye a policías y otros funcionarios), atiborrando los muros de contención de sensores, cámaras y cuchillas de diferentes tipos.

De esta manera se han perfeccionado los pasaportes, los más modernos (prácticamente todos) están provistos de “micro chip”, de etiquetas RFID, y toda la parafernalia de entrada (rayos X, detectores de metales, escáneres, sensores del latido cardíaco,etc…) es cada día más perfecta. Los visados de los países de la zona Schengen recopilan datos biométricos de los solicitantes (los diez dedos de las manos y la cara, de momento). Los sistemas de visados (VIS) conectan las oficinas diplomáticas y los puestos fronterizos de los estados miembros. El poder (básicamente estados y corporaciones) ha levantado los muros, pero estos muros no cubren todas las fronteras (se necesitaría cerrar todas las playas) ni son totalmente eficaces.

En el estado español la vigilancia de fronteras recae sobretodo en la Guardia Civil y también en el Servicio de Vigilancia Aduanera (SVA).

Estos cuerpos disponen de un buen arsenal de vehículos aéreos, marinos y terrestres. Tienen el apoyo de sistemas de vigilancia aérea y por satélite, y disponen de una amplia gama de sensores de todo tipo. Entre enero de 2013 y agosto de 2014, la Guardia Civil ha invertido alrededor de 6,5 millones de euros. La mayor parte del presupuesto se ha destinado a cámaras térmicas (5,1 millones). A sensorizar las patrulleras se han destinado 0,5 millones y a aparatos de visión nocturna 0,3. El SVA, dependiente de Hacienda no ha tenido unos gastos tan grandes en gadgets tecnológicos así que sólo han adquirido, en el mismo período, dos sistemas optrónicos de visión térmica y de visión diurna, eso sí, de los caros, un milloncillo.

Una buena parte del esfuerzo controlador de la UE se hace a través de FRONTEX, la agencia de gestión de fronteras exteriores, con sede en Varsovia. Esta agencia está en alza, su presupuesto, desde su creación en 2005, a pasado de 6 a 90 millones en el 2013.

FRONTEX está muy penetrada por los lobbys de las empresas de seguridad (INDRA, Thales, EADS, Selex, GMW…) que participan tanto en el desarrollo y gestión con tecnología propia (software, redes de comunicación, sistemas de control), como participan en proyectos conjuntos con fondos y partenaires públicos. Por ejemplo el proyecto PERSEUS (INDRA y EADS…) 43 millones de euros, el SEABILLA (INDRA, SELEX, Thales…) de 15 millones, TALOS (TTI Norte y la israelí IAI) de 3,9 millones y finalmente OPEMAR (Thales, INDRA y Selex) con sólo 669.000 euros.

FRONTEX, que en total ha consumido más de 250 millones parece ir tomando posiciones para ocupar el papel de controlador único de las fronteras exteriores que ahora tienen los estados, especialmente a través de EUROSUR (centrado en las fronteras del Sur). De todas formas la estructura presupuestaria de la UE y el secretismo de los eurócratas de la seguridad, hace muy difícil averiguar si los recursos de FRONTEX han sido solamente estos 250 millones y que no dispone de más financiación, mediante la Agencia Europea de Defensa a través de fondos destinados a la investigación, al estímulo económico o a la seguridad interior.

El control de fronteras deviene evidentemente en un gran negocio. Se calcula que solamente el sector biométrico, en sus usos militares y de control de fronteras, generó el 2012 unos ingresos de 5.800 millones y se preveen beneficios de unos 15.800 millones para 2021. En el momento en que India y China se incorporen plenamente a este mercado los beneficios pueden crecer exponencialmente. De hecho el 27% de las conexiones máquina/máquina (M2M, la conexión básica sensor/servidor de las smart city) están en China y el 40% mundial de conexiones M2M están en Asia.

El truco está en cerrar las puertas para que no entren los de fuera, las puertas son en un único sentido. El paso posterior será no dejar salir tampoco a los de dentro (puerta cerrada). El último paso: controlarnos a todos, la jaula para los animales domésticos.

Las smart fronteras son padecidas ahora mismo por una inmensa mayoría de la humanidad (todos aquellos que no son ciudadanos de los países de la OCDE), pero en un futuro cercano, todas estas técnicas ya refinadas y desarrolladas se podrán aplicar directamente a la seguridad interna, para los estados del sur y también (por nuestra seguridad) a los refractarios de los países del norte.

Sobrevivir en una smart city.

Seguramente una perspectiva como la que hemos dibujado (los 50 millones de conexiones) da lugar al pesimismo y al derrotismo más absoluto, y la distopía parece inevitable… Pues nada de esto. Quizás mejor que sobrevivir sería mejor hablar de “resistir a la smart city”, o aun mejor “destruir la smart city”. La dominación y el control que constituyen el núcleo de la smart city se implanta fácilmente y tiene el camino allanado gracias a los deseos y necesidades que nos han (y nos hemos) creado.

Queremos saber exactamente el tiempo que falta para que llegue el autobús y no nos importa que esta información lleve emparejada el control y la presión sobre los conductores. Queremos tener servicios al instante a precios de saldo, no nos queremos enterar de la precarización y sobreexplotación de los trabajadores, como es el caso de UBER. Queremos pasar a toda pastilla por los peajes y no hacer colas delante de las máquinas del metro, queremos una cola corta en la frontera y que el médico acceda a nuestro historial sin demora… Queremos teleasistencia, queremos servicios a domicilio, queremos pedirlos por la red y obtenerlos deprisa y a un precio sospechosamente bajo. Queremos finalmente ser provistos de todos los dispositivos móviles que nos permitan disfrutar de todo ello, los impactos de su producción sobre el agua, la tierra, las plantas y la fauna (nosotros incluidos) quedan en un segundo plano.

¿Queremos realmente la smart city?

A pesar de que esta red pueda parecer omnipresente no es para nada omnipotente, entre otras cosas porque se alimenta a sí misma (se retroalimenta) y si se neutralizan un número suficiente de nodos pasa a ser inoperativa, total o parcialmente.

En el mundo antiguo (hace muy poco) era posible vivir sin la mayoría de las redes urbanas, se podía vivir sin suministro de agua o de energía, sin servicios sanitarios, sin cuerpos de seguridad, esto se ha demostrado en las diferentes situaciones de emergencia ocurridas en el inicio del siglo XXI.

En Nueva Orleans la gente se supo organizar para sobrevivir, mientras que el estado sólo se preocupaba por detener el saqueo. Recogieron comida y agua, supieron distribuirlas con mucha equidad y supieron encontrar espacios de seguridad. Cuando las redes del estado les volvieron a capturar, las cosas empeoraron y, todavía ahora, no están “normalizadas” y la gente sigue viviendo en barracas sin servicios mínimos.

En Gaza, con la mayor parte de las redes de servicio no operativas, con el esfuerzo individual de los trabajadores y el esfuerzo colectivo de la población, han podido resistir y continuar viviendo sin un funcionamiento regular de

estas superestructuras.

Lo mismo podemos decir de situaciones de enfrentamientos militares entre estados en Siria, Iraq, Kurdistán, o de desastres “naturales” como el tsunami de las Filipinas o el terremoto de Nepal. Ahora bien, ¿podría el actual sistema capitalista resistir una semana sin internet, sin red de comunicaciones? ¿Qué valor tendría el dinero depositado en Nueva York, en Barcelona, en Londres?… La respuesta es fácil, a la primera NO y a la segunda NADA. De aquí surge otra pregunta diferente: ¿es posible detener, hacer caer o neutralizar la red? La respuesta es, creemos, sí.

Hay un problema de enfoque. Nosotros queremos resistir al sistema localizadamente, cada cosa en su lugar: la PAH frente a Caixa Catalunya, los antinucleares frente a ENDESA, los antifronteras frente los CIES, los adversarios de los transgénicos ante MONSANTO… Y así todos buscamos nuestra posición y nuestro “target” correcto… Ellos por el contrario están hiperconectados (el Obispado con ENDESA, ENDESA con los CIES, los CIES con MONSANTO, MONSANTO con la Generalitat, la Generalitat con el rector de la parroquia…) y se ríen de nuestros esfuerzos localizados, limitados y, a menudo, estériles.

Históricamente muchos de los movimientos de protesta de los oprimidos no se han limitado nunca tanto en el alcance de sus luchas como nos autolimitamos actualmente.

Esta especialización es reciente.

En las revueltas locales de los siglos XIX y XX, los insurrectos, además de las reivindicaciones puntuales (el coste de la vida, las condiciones de trabajo, la oposición al quintado de mozos) invariablemente destruían, generalmente mediante el fuego, los archivos del registro de propiedad, del registro civil, los catastros (red de control estatal) y las instituciones de la Iglesia: conventos, iglesias, escuelas, registros parroquiales (red de control ideológico). Por ejemplo, los anarcosindicalistas del Berguedá no se limitaron a las condiciones de las minas o fábricas y por esto pudieron proclamar, durante unos días, el comunismo libertario global para toda la vida cotidiana de varias poblaciones.

Los piqueteros argentinos no se limitaron a manifestarse delante de la Casa Rosada, también cortaron carreteras y otras vías de comunicación sin un objetivo “local”, únicamente contra el paro, teniendo efecto sobre otros sectores (capitalistas) no estrictamente vinculados a su conflicto.

Las sufragistas inglesas de principios del siglo XX no restringían su lucha a atacar al parlamento o a los partidarios del apartheid de género; entendieron que el patriarcado (que era su verdadero objetivo) tenía otros tentáculos más accesibles a los que dañar. Así que durante los años 1912-13, y parte de 1914, destruyeron centenares de buzones de correo (el internet de entonces) sin preocuparse (al contrario que los seguidores de la ética Hacker) en los efectos sobre terceros. Incendiaron edificios, cortaron líneas de teléfono y de telégrafo, y sabotearon la red de ferrocarriles (como podemos ver, atacaron todas las redes a su alcance).

En estos momentos, las redes son vulnerables si las atacamos guiándonos, no por la lógica que nos imponen (antinucleares/instituciones energéticas, antipatriarcales/ministerio de justicia, anti OMG/MONSANTO…), sino por la lógica de la hiperconectividad de nuestros dominadores, no importa donde actúes, están hiperconectados, ya les llegará el efecto.

Con esta lógica, se trascendería el problema de la coordinación entre grupos y movimientos. También trascendería la lógica de los dominadores, la de la represión. Puedes atacar, alterar, destruir en cualquier punto, puedes reivindicar estas acciones para cualquier causa… Puedes estar seguro de que generarás más perjuicios que si gastas recursos y un tiempo valioso intentando identificar el punto justo, el punto correcto… Porque este punto no existe, está en todas partes…

¡ATACA LA RED!